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El hombre en el océano

Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.

Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.

Me alejé de quienes me rodeaban. No del todo, pero me alejé. Y eso que frecuentemente estoy rodeado de gente. Dejé mis agradecimientos matutinos. Dejaron de tener sentido para mí o empecé a sentir que perdían la autenticidad que a mí me gustaba imprimir en las cosas que hago: se convirtieron en rutina. Luego me encerré en un mundo de letras y papel —un mundo teórico, pero ¡tan vivo para mí!— y, aunque en ningún momento perdí el sentido de la realidad, lo cierto es que me fui desconectando… porque anhelaba conectarme.

Huelga dar detalles de lo acontecido en mi vida en los últimos tiempos. Baste decir que logré concentrar mi estado en dos breves reflexiones que anoté mientras viajaba en el tren de cercanías. Los pensamientos habían recorrido las circunvoluciones de mi cerebro como ejército de hormigas descabezadas en inútil busca de objetivo:

1.  Oh, cruel fortuna la de darse cuenta solo al morir de lo único que a uno le faltó toda la vida: ser niño.

2.  Hasta que la tierra me trague o las llamas me fulminen, naceré y moriré muchas veces. El problema es que mi estupidez no me deja ver cuándo muero y cuándo nazco, y entonces me obstino en conservar lo de mí ya muerto y aun podrido.

Hoy, sin embargo, hablo con una amiga a miles de kilómetros de distancia. Me cuenta cómo superó hace unos años una terrible operación de mandíbula que la dejó sin habla, con millones de lágrimas y tiempo derramados frente al espejo maldito. Hablamos de los cambios en la vida. Yo le cuento que no tengo ninguna experiencia traumática de la que hablar. Intento explicarle con una metáfora la situación en la que me encuentro: mi caída no es dolorosa, no he caído en picado; mi caída es la de un hombre que se zambulle en un océano inmenso por el que va descendiendo lentamente, mecido por las aguas marinas, como flotando, pero hundiéndose. Y como el fondo abismal está siempre tan lejos, el hombre parece que nunca va a tocar fondo, porque siempre puede llegar más hondo. Entonces, el hombre se da cuenta de que el peso del océano lo presiona y aprisiona. Y es que ha descendido tanto, que salir ahora a flote quizás sea más trabajoso que salir de una situación traumática y dolorosa: ¡la fuerza de la costumbre tiene una inercia sideral!

Al acabar la conversación con mi amiga de la mandíbula de titanio, rememoro esas dos reflexiones de tren de cercanías. Al conticinio, en mi dormitorio, me veo inmerso en ese océano y me revuelvo. Empiezo a patalear y a agitar los brazos para ascender por esas aguas de la rutina, hipnotizantes, aletargantes, consciente del peso de la inmensa letargia marina. Me asalta la duda: ¿tendré suficiente aire para lograr la hazaña?, ¿saldré a flote? Sé que la alternativa solo es, alguna vez, muy lentamente, tocar fondo para no emerger jamás.

Como por ensalmo, vuelvo a dar gracias. Gracias por querer flotar, por querer resurgir. Doy gracias por no haberme ahogado, por rectificar esa letárgica caída. Por la lenta ascensión. Por el cambio.

Michael Thallium

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