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Al mirar por la ventana

VentanaLlegó no como casi todas las mañanas. Ya se había convertido en costumbre llegar a la oficina sobre las 7:30 para evitar el tráfico en la carretera. Hoy llegó a las 08:00, media hora más tarde. Abrió la puerta del despacho, tecleó su clave al ordenador, fichó en la aplicación digital y se preparó una infusión pensando en anotar algunas frases en su diario que, quince días atrás, había titulado Cuaderno de vida poética. Quería llevar una vida poética o, cuando menos, ser consciente de todos esos actos bellos que pasan inadvertidos en el transcurso del día. ¿Posible? Sí, pero no tan fácil. Los seres humanos tendemos a enredarnos en el ajetreo vital y perdemos de vista la belleza de lo que nos rodea. Nuestros sentidos se entumecen ante el hábito del día a día, ante todas esas cosas, ingenuos, que creemos que van a ocurrir, porque así ocurren todos los días. Algunos vivimos esperando una sorpresa agradable que haga añicos el orden del día; otros tan solo esperan que el día pase rápidamente y que no haga mella en sus maltrechas vidas.

Puso de fondo el Adagio del Concierto en sol mayor de Maurice Ravel y comenzó a escribir en el cuaderno sin apenas darse cuenta de que ya había hecho su primer acto poético del día: dejar que esa música, temblorosa de belleza, se le colara por los oídos para estimular las neuronas y permitir que una caricia sonora le recorriera el cuerpo hasta la entraña. Quedaban apenas seis días para su cumpleaños, 49 años dan para mucho. Podía ver el vaso medio vacío o medio lleno. Anotó algunos pensamientos que para muchos serían irrelevantes, como para la mayoría es también irrelevante el Adagio de Ravel. Escribió una última frase inspirada en unas palabras de George Steiner en Necesidad de música. Considerando su vida, se había dado cuenta de que sólo le faltaba, que anhelaba, el logro en el terreno sentimental: unir su cuerpo al de una mujer, sentirse uno con el otro, dos seres, dos idiomas distintos que se traducen simultáneamente en el orgasmo. Y es que en el fondo él era traductor, se dijo. Alzó la vista. Al mirar por la ventana, pensó en ella y sus ojos se quedaron suspendidos en el verde de los árboles buscando el baño caluroso de la luz de la mañana. Fue entonces cuando el Adagio se extinguió en un suave trino del piano, como si el canto de un pájaro lo despertara, como se despierta a un niño para recordarle que hay que ir al colegio. Sí, había que ponerse manos a la obra. Ya era hora de trabajar, de volver a ese ajetreo vital procurando que la belleza no pasara inadvertida…

Michael Thallium

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