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No te enamores de la persona para quien trabajas

Este texto es el primer capítulo de Tierras afines (2004)

novela inédita de Michael Thallium

El débil zumbido del vibrador del teléfono móvil sonaba intermitentemente atravesando la funda de cuero negra con la persistencia inoportuna de la llamada esperada que llega en medio de una reunión de trabajo y que no se debe atender. Helena miró con disimulo hacia la fuente de aquellas requisitorias emisiones, pero supo fingir una silenciosa sordera y la más absoluta indiferencia. Miró al cliente que tenía sentado enfrente de ella justo en el momento en que le asaltó la duda. Intentó proseguir con la conversación, pero quien la miraba fijamente a los ojos intuyó la desesperada urgencia de quien llamaba y la asaltante duda de la hermosa mujer que frente a él se sentaba.

— Creo que tu móvil está sonando, atiéndelo. — intervino cortésmente.

— No, no es importante. Ya hablaré luego.

La voz de aquella joven tenía el timbre de la naturalidad extranjera más dulce y sabedora de que resistir sin resentimiento era su mejor defensa en aquella situación. Creyó no adecuado contestar a una llamada que presumía hiriente, aunque había dejado el móvil conscientemente conectado para recibirla.

— No, de veras, no te preocupes. No importa, contesta. Será lo mejor. — respondió muy educadamente quien poco antes la había contratado.

— ¿Estás seguro? ¿No te importa? Quizás tengas razón. Es mejor que conteste, así nos dejan en paz. Disculpa.

Apoyó uno de sus brazos en el colchón de la cama sobre la que se sentaba e, incorporándose, estiró el otro para acallar aquel persistente zumbido intermitente proveniente de la cama de al lado. Tuvo que levantarse para responder. Lo hizo con la efímera alegría provocada por el educado y condescendiente consejo de quien permanecía aún sentado observándola, pero con la presentida incertidumbre de ignorar qué le esperaba al otro lado del teléfono. El silencio orquestado de aquel cuarto se vio súbitamente acompañado por la melodía preocupada y amorosa de una voz femenina en un diálogo musicalmente sentimental en el cual el contrapunto masculino se apagaba en el aire haciéndose inaudible. Solo se veía la versión femenina de aquella entrecortada conversación telefónica.

— Hola, ¿qué tal?… Bien… Sí… Pues aquí estoy, dónde voy a estar… No… ¿Vas a venir a verme esta noche?… No, mañana no puedo, voy a Talavera… ¿Por qué no te pasas el fin de semana?… —su tono pasaba de la reconciliación al aireado contratiempo invariablemente— Bueno, haz lo que quieras… Que sí… ¿Estás mal?…No seas tonto… Bueno, no hay mucho trabajo hoy… Métete en la cama… Ya hablaremos… Vale… Tómate un té.

Helena Boromitza había llegado a España nueve meses atrás y había aprendido español con la precaria urgencia de quien en ello le va la vida… Lo hizo con tanta avidez, que apenas quedaba en su voz rastro del país del que procedía. Tan solo un ligero acento extranjero que hacía las eses más dulcemente sonoras y las erres más delicadamente fuertes. De aquellas verdes tierras transilvanas en que nació solo quedaba el recuerdo y el anhelo de, quizás, regresar algún día para vivir bien. Era aún muy joven y su cuerpo de apenas veintiún años era portador no solo de la más hermosa juventud, sino también de la contradictoria belleza de una inteligente mujer que se sabe deseada a la vez que maldita. Emigró a Bucarest para estudiar magisterio por complacer a sus padres a la par que trabajar míseramente de camarera en un prestigioso restaurante de la capital para pagarse los estudios. Al terminarlos, viéndose sin vocación y descontenta con la vida que llevaba, tomó la decisión de viajar a otro país para asegurarse un mejor futuro. Entonces aún no imaginaba en qué modo podría llegar a cambiar su vida. Quería trabajar y ganar dinero para hacer realidad el sueño de su vida: vivir en una casa grande con una familia unida, con unos hijos y un hombre que la amaran. Nadie se lo impediría. Comunicó la decisión de marcharse a sus padres. Sintió como propio el dolor de un padre a quien adoraba cuando este le preguntó preocupado qué iba hacer en otro país, que la vida en el extranjero también era igualmente difícil. Helena lo abrazó, pero al contrario de como había ocurrido desde que era niña, cuando siempre encontraba el consuelo reconfortante en los brazos de su malogrado padre, esta vez era ella quien lo consolaba, era ella quien debía reconfortar al padre que tan bien la quería. Le respondió con un “No te preocupes, que todo está arreglado. Voy a trabajar y ganar mucho dinero para que vivas mejor”. No fue, sin embargo, su actitud la misma para con su madre. Entre las dos hembras, la hija y la madre, siempre había habido una frialdad, un resentimiento y una inexplicable lucha vital que el padre y esposo había sufrido en silencio con la impotencia de no poder hacer nada para evitarlo durante veinte años. Helena no había heredado su belleza de su madre. Todos le habían dicho que se parecía asombrosamente a su abuela paterna, una bellísima mujer a quien no había conocido pues murió en 1975, bajo el régimen comunista de Ceaucescu, ocho años antes de que los ojos de Helena vieran la luz del mundo por primera vez. Su abuela debió de haber sido muy guapa pues aún recordaba los comentarios de los más ancianos del pueblo cuando ella era niña. Siempre que pasaba delante de alguna persona que hubiera conocido a la madre de su padre, el comentario era el mismo: “Eres el vivo retrato de tu abuela. ¡Qué hermosa mujer que era… y buena!”. Aquella belleza perdida en la mitad de los años setenta del siglo XX se había convertido en legendaria y el recuerdo de la abuela que jamás conoció la acompañaría toda su vida.

Helena desconectó el móvil y lo dejó caer sobre el colchón del que lo había tomado tres minutos antes. Se quedó unos segundos de pie, pensativa, sin ver a quien la había estado observando desde que aceptara la llamada. De repente, regresó a la realidad de aquel cuarto cuyo orquestado silencio se rompió una vez más con su voz:

— Era mi novio. Bueno, mi ex novio — dijo dando una explicación.

Volvió a sentarse sobre la cama mirando al desconocido que tenía enfrente observándola con los ojos sin decir nada. Se cruzaron fijamente las silenciosas miradas por primera vez. Aquella mirada la inquietaba. Allí estaban, el uno frente al otro, dos cuerpos desnudos. El cuerpo de una mujer y el de un hombre, dos vidas extrañas al desnudo, sentadas frente a frente sobre el lecho de la vida. Ella, finalmente, decidió tomar la iniciativa, porque era parte de su trabajo.

— Bueno, ¿qué te apetece, qué hacemos? — preguntó.

Entonces comenzó el ataque con su mejor defensa, entregándose fríamente y sin resentimiento ante su adversario. Se incorporó y, echándose hacia delante, empezó a besar la cara, los hombros y el torso del observador de la misteriosa mirada. Sintió como unas extrañas manos suaves comenzaron a acariciar la piel de sus delicados brazos recorriéndolos lentamente hasta llegar a los hombros y más tarde hacia al cuello.

— Tienes una piel muy suave, ¿lo sabías? — la miraba fijamente a los ojos mientras ella le devolvía el comentario con una sonrisa.

El educado caballero al desnudo comenzó a besar a la delicada dama de la piel suave que lo besaba ya con la mecánica costumbre de una experta en la anatomía de las pasiones. Sintió que el calor de las manos extrañas se posaba sobre sus firmes y redondos pechos de porcelana cuyos pezones estaban retraídos en el fondo de las encarnadas aureolas, perfectamente redondas, formando dos pequeños agujerillos por los que se escapaba el frío y se refugiaba la pasión que no debía sentir. El hombre se reclinó lentamente hasta descansar la cabeza sobre la almohada y quedarse tumbado con el cuerpo extendido mientras ella hacía lo propio, echándose hacia delante, acompañando aquella lenta maniobra con estudiados besos. Juntaron sus cuerpos extendidos en la cama: ella encima de él, intrigada por esa penetrante mirada con la cual sus ojos se cruzaban cada vez que veía aquel rostro desconocido. El cuerpo de Helena se impregnaba del perfume varonil de otro hombre más aquella noche. Aquel nuevo perfume se mezclaba con los de otros tantos desconocidos. Continuó con su estrategia y empezó a bajar la altura del objetivo de aquellos necesarios besos: la frente, las mejillas, oh, esos misteriosos ojos que me miran así, la barbilla, el cuello, los hombros… Entonces notó la presión en el vientre del miembro viril que se hacía más grande hasta que, según bajaba el listón de sus besos, uno de sus perfectos pechos topó con la verga, quedándose enganchada e impidiendo la maniobra de descenso.

El falo estaba listo para el primer asalto. Ella tuvo que mirar de nuevo el rostro de aquel hombre cuyos labios la besaban tan extrañamente y cuyas manos acariciaban su piel de mármol blanco con una enternecedora delicadeza. Volvió a besar sus mejillas (oh, esa mirada misteriosamente amable) y, por un momento, tuvo la tentación de quebrantar una de las consabidas leyes de aquel negocio: no beses en los labios a tu adversario. Desvió, empero, la trayectoria de sus labios en el último momento, como lo hace un avión que vuela en picado y que recupera la altura antes de estrellarse sin remedio contra el suelo, rozando apenas la comisura de los labios ajenos. Extendió uno de sus brazos para alcanzar con la mano el preservativo que esperaba encima de la mesilla. Helena rasgó la envoltura y lo tomó en sus manos. Introdujo los dedos índice y medio de sendas manos en la embocadura del profiláctico para ensancharla y envolver el pene adecuadamente. Seguidamente, a pesar de haberse prohibido el contacto íntimo de besar otros labios, sí que introdujo en la boca aquel pene erecto para chuparlo. Sus labios y su lengua presionaban con una acompasada y suave fricción arriba y abajo. Algunas chicas la chupaban sin preservativo. Ella no. El sabor de aquella goma profiláctica le recordó que al día siguiente, cuando fuera a Talavera, debía comprar pasta de dientes y champú para el cabello antes de visitar las tiendas para comprarse ropa. El asunto es que no sabía cómo se las apañaría para ir. Podía tomar el autobús de línea que paraba justo enfrente, al otro lado de la carretera en que se encontraba el Club Alegre, pero le vendría mucho mejor si Andy, el pinchadiscos, la acercaba en coche. Debía preguntárselo antes de que acabara la noche.

El extraño, acostado en aquel tálamo improvisado, alzó la cabeza para ver una cabellera que bajaba y subía rítmicamente mientras sentía la succión de unos sensuales labios transilvanos. Pensó que no debía de ser algo agradable para la hermosa mujer con quien estaba.

— Si, no te gusta, puedes parar, no me importa — interrumpió finalmente.

Helena se incorporó mirando de nuevo a aquellos inquietantes ojos mientras limpiaba el hilo de saliva y espermicida que unía su boca con la goma protectora. Aquel comentario la sorprendió.

— No te preocupes, es igual. ¿No te gusta? ¿Prefieres follar? — respondió con naturalidad.

— Lo prefiero… si no te parece mal.

— Como tú quieras. ¿Cómo lo prefieres? ¿Qué posición te gusta

— Bueno, ya que estoy tumbado… así, tú encima de mí.

Helena procedió al segundo asalto. Aplicó con disimulo una pastilla lubricante en los labios de su sexo antes de tomar la verga en sus manos e introducirla en la vagina. Aquel ritual se había convertido en algo tan habitual como beber agua cuando aparece la sed. Comenzó a mover su cuerpo lentamente arriba y abajo, hacia delante y hacia atrás, siguiendo un movimiento de prolongada fricción para tener el control y terminar rápida y eficazmente con aquella relación profesional. Era importante tener el control de la situación y aplicar la táctica apropiada. De nuevo aquellos ojos, ¿por qué me miran de esa forma?:

— ¿Te gusta así, despacio? —preguntó para satisfacer los reclamos de su cliente.

— Sí, me gusta despacio. —contestó aquel respetuoso observador.

— Vale.

Y prosiguió con su táctica mientras pensaba que, efectivamente, debería preguntarle a Andy si, por favor, podría llevarla a Talavera al día siguiente por la mañana, aunque no muy temprano porque trabajaría hasta tarde. La semana anterior había visto un vestido que le gustó y quería comprárselo. Le agradaba pasear y curiosear los escaparates de moda por las concurridas calles comerciales de aquella ciudad manchega. El vestido era encarnado, de una tela suave y satinada, largo y con una caída muy elegante. Cuando lo vio en el escaparate se quedó prendada de él. Recordó que lo miró fijamente, fascinada… igual que parecían mirarla ahora esos ojos.

Tumbado, contemplaba el torso de la mujer que cabalgaba encima de él. Su piel era tersa y sus pechos ahora se veían desde una perspectiva frontalmente más sensual. Eran firmes y redondos. Los pezones estaban introducidos, revertidos en el rosado tejido de las aureolas. Sin duda era el síntoma más claro de que ella no sentía ningún placer. Los acarició con las manos mientras continuaba mirando fijamente a esos ojos. Quería penetrar en ella. Levantó la cabeza de la almohada para acertar con un certero beso en el plexo solar, en el centro equidistante entre los dos pechos, en el lugar en que supuestamente se alberga el corazón. Besó aquellos pechos mientras sentía el frenético movimiento de sensual fricción en su enhiesto sexo. Acarició con las yemas de los pulgares sendas aureolas que daban cobijo a los introvertidos pezones. El vientre de mujer, liso y suave, se movía onduladamente al compás de los excitantes empellones. Después, tomó con ternura el rostro de aquella extranjera y, poniendo las manos sobre las mejillas, la besó serenamente mientras penetraba con sus ojos en los de ella.

— ¿Qué me miras? — preguntó Helena con curiosidad y dibujando una sonrisa con aquellos labios que dejaban entrever una dentadura casi perfecta.

— A ti, que eres muy linda — le respondió con una voz amable mientras ella reía con una risa entrecortada y apagada por el esfuerzo de aquel controlado pero exigente ejercicio físico de sensuales flexiones pélvicas.

Aquella mirada que la había estado observando desde el mismo momento en que se acercó a la barra del bar del club para dar conversación y eventual cama a ese desconocido mayor que ella estaba consiguiendo penetrar en los cimientos de sus sentidos. Era una mirada penetrante, intrigante, misteriosa, atrayente, agradable… sinceramente desnuda. No conocía de él apenas más que el nombre que le había dicho cuando, ante aquella barra de mármol negro del local de neón, se había procedido a las respectivas presentaciones: “Hola, ¿cómo te llamas? Gabo, ¿y tú? Helena, encantada”. Desde luego, no solo la mirada, también había algo de inusual en su voz y en su conversación, tan inusual como la propia hermosura de aquella mujer en un lugar como ese.

— Si quieres, cambiamos de posición, ¿te parece? —sugirió Gabo.

— Vale, porque me canso —contestó Helena—. ¿Cómo quieres ahora?

— Así, por detrás.

Una vez que aquellos dos cuerpos desnudos se situaron en las correspondientes posiciones, ella con las rodillas apoyadas sobre el colchón sosteniendo el peso de su torso con los antebrazos apoyados también sobre la cama y él detrás con su miembro erecto y descansando su peso corporal sobre ambas rodillas, comenzó el tercer asalto. Helena ayudó a introducir el pene con las manos y apoyó los codos firmemente en el colchón.

Ahora era él quien marcaba el ritmo de los sensuales empellones de su pelvis contra la vulva helénica. Ante sus ojos tenía una espalda carnal que recorría con la lentitud de un caracol con sus manos, amasándola, en dirección a unos pechos que ahora no podía ver, pero que colgaban tan firmes y tan blancos como dos preciosas campanas al vuelo en un armonioso vaivén. Quería tocarlos, sentir su tersura y transmitir el calor reconfortante de sus manos a aquellas dos móviles cúpulas sin cupulinos. Las delicadas embestidas de aquella verga contra la depilada flor encarnada de la primorosa joven de ventiún años eran rítmicamente periódicas.

Sintió la transmisión del calor inquietante de unas manos en sus senos. Había perdido, sin embargo, el contacto visual con los masculinos ojos que la habían estado observando, silenciosamente, desnudando su piel hasta llegar al rincón de los sentimientos. Ahora lo único que tenía ante sus ojos era el vacuo blanco de una sábana asépticamente extendida para desempeñar su trabajo. Empezaba a sentir una indeseable sensación de placer al probar las sosegadas sacudidas de quien a sus espaldas la contemplaba y le recorría el dorso ejerciendo el embrujo de la pasión. Por un momento, deseó volver a ver esos ojos. No podía ser. Era imprescindible no perder el control. De hecho, si Andy la llevaba a Talavera en coche, no le quedaría más remedio que regresar en el autobús de línea, porque seguro que el pinchadiscos del Club Alegre no iba a estar esperándola hasta que terminara de hacer las compras…

— Espera, vamos a cambiar — articuló jadeante aquel mago de encantadora mirada.

— ¿Cómo quieres ahora?—preguntó la bella transilvana ligeramente sofocada, pero recobrando la calma que había estado apunto de perder definitivamente.

— Tú debajo y yo encima.

Comenzó el cuarto y definitivo asalto. Los ojos de Helena volvieron a encontrarse con los de aquel misterioso desconocido con el que compartía su cuerpo. Ahora tenía una perspectiva distinta. Volvió a introducir con sus manos el pene cálido y húmedo en la vagina. Sus pezones, afortunadamente, seguían imperturbablemente replegados. Aquel hombre que comenzó a balancearse con un delicado pero firme vaivén ondulado volvió a mirarla a los ojos penetrando de nuevo en lo más hondo de su ser. Oh, esa mirada silenciosa y tan elocuente.

— ¿Por qué me miras así? ¿Es que quieres que yo también lo pase bien?— interrogó sonriente.

— Porque eres hermosa —respondió sin pensarlo un instante mientras la besaba quietamente en la frente, en una mejilla, en la otra y, finalmente, en el lugar prohibido: los labios—. Sé que este es tu trabajo, pero yo quiero hacerte el amor. No me importa qué pienses de mí, porque sé que a ti tampoco te importa lo que yo piense de ti.

Aquellas palabras resonaron en el interior de la cabeza de Helena con el eco de la verdad sincera. El movimiento de balanceo que el observador misterioso había estado imprimiendo en aquel juego peligroso surtía el efecto indeseado. Helena notó que ya no era solo él quien se movía, también su cuerpo había empezado a acompañar aquel ritmo de forma instintiva. Pensó en lo que había sucedido con su ex novio meses atrás. Se percató de que la humedad de su sexo no era ya obra exclusiva de la pastilla lubricante, sino del liberado líquido que segregaban las glándulas del placer. Estaba dispuesta a admitir el pequeño escape lúbrico de esas glándulas, pero jamás permitiría que aquellos sensuales movimientos afectaran a las glándulas del amor. Eso jamás.

Gabo modificó aquella básica postura sin perder el ritmo del compás a dos. Apoyando los brazos sobre el colchón, colocó las piernas de Helena de forma que sendas corvas se engarzaban en los codos permitiendo un contacto más íntimamente abierto. Seguía contemplando aquellos ojos de mujer que ahora comenzaban a cubrirse lánguidamente con el velo de los párpados femeninos debido al peso del placer. Contemplando aquellos pechos firmes y tersos, comprobó que en las cúpulas de aquel bello cuerpo catedralíceo comenzaban a erigirse cupulinos. Los jadeos y respiraciones entrecortadas de ambos cuerpos se confundían con el sudor en el silencio de aquella estancia. En una de aquellas flexiones pélvicas, el hombre de la intrigante mirada, sintió la convulsión placentera de la fruta femenina. Volvió a modificar la postura, esta vez colocando las piernas de ella sobre los hombros. La penetración era más profunda.

Helena agarraba en sus puños la sábana blanca sobre la que yacía. Sentía placer y un irrefrenable deseo de rendirse ante quien la embestía. Esa mirada… Quiso fingir gemidos para asegurarse de que al menos no entregaría su alma a quien ya se había apoderado de su cuerpo. Pero no pudo emitir los gemidos que tantas otras veces había fingido. Jadeaba incontrolada. Había perdido el control. Sintió un golpe de calor en los pechos como un aire caliente que hinchaba sus pezones y los endurecía apuntando hacía quien la excitaba perdidamente. Por momentos perdía la vista. El hombre de la misteriosa mirada apartó sus piernas de los hombros retomando la posición primaria. Allí estaban los dos cuerpos desnudos, impelidos por el deleite carnal, en un baile sensualísimo, sin palabras, con el silencio armonizado por el sonido de los jadeos y las profundas respiraciones. Helena sentía el cálido aliento varonil en la oreja que ella respondía con el suyo propio sobre la oreja de él. El baile se aceleraba poco a poco. Tenía deseos de besar, de amar prohibidamente. Experimentaba una agradable quemazón que le subía desde la punta de los pies recorriéndole las piernas hasta alcanzar inexorablemente el vientre, inundándole las entrañas con una explosión de placer de imposible resistencia. Abrió los ojos para reencontrarse con esa mirada y recibir el último empujón que provocó las sacudidas placenteras de la zona clitoriana, las contracciones de la vagina acompañadas de las convulsiones eyaculatorias de la verga en su interior y los espasmos musculares de las piernas que trepidaban mientras los ojos de aquellos dos desnudos cuerpos se miraban en silencio, comunicándose sin palabras. Aquella última mirada penetrante de él en ella duró un eterno instante. Ninguno sabía como rasgar el velo de ese silencio. Helena vio venir sobre ella el rostro masculino que posaba los labios en forma de beso sobre una de sus mejillas. Un último susurro le rozó el oído: Gracias.

El embrujo pasional había terminado y, por fortuna, a tiempo para que las glándulas del amor helénicas no se vieran fatalmente afectadas. Se levantaron de la cama y, mientras se aseaban por turnos en un bidé, mantuvieron la última conversación de sus vidas.

— Y tu ex novio, ¿sabe que te dedicas a esto? —preguntó mientras enjabonaba el fláccido miembro. Ella se encontraba de pie, mirándolo, apoyada sobre la puerta de un armario de madera de castaño.

— Sí, claro que lo sabe. Yo lo conocí aquí, era mi cliente —respondió con la naturalidad de un cuerpo desnudo.

—Y, ¿por qué rompiste con él? —indagó.

— Hizo algo y me perdió.

— ¿Pero tú lo quieres?

— Sí. Bueno, lo quería —sabía que el silencio de su interlocutor era tan indagador como la formulación de una nueva pregunta. Así que prosiguió contando su historia—… Yo lo conocí cuando empecé a trabajar aquí… Si trabajas en esto, no puedes enamorarte, porque lo pasas mal. Siempre me acordaba de él cuando estaba con otros clientes. Me afectaba. Por eso dejé este lugar y me fui a vivir con él durante cuatro meses. Pero hizo algo y me perdió… Yo gasté el dinero y regresé aquí para trabajar.

—¿Y no quieres volver a Rumanía?

— No.

— ¿No tienes ganas de ver a tus padres? ¿Saben que te dedicas a esto?

— No, no lo saben. Mi madre es una interesada… solo le interesa mi dinero, por eso no quiero volver a mi país.

— ¿Y tu padre?

— A mi padre sí que me gustaría volver a verlo.

— Y ¿por qué no lo haces?

— Porque entonces también tendría que ver a mi madre y no quiero. Bueno, quizás algún día lo haga.

— ¿Y por qué te perdió tu novio?

— Porque me prometió que dejaría la cocaína y siguió con ella. De hecho, yo estuve enganchada dos meses… Recuerdo los problemas de la nariz y esa sensación en los dientes… Me mintió y lo dejé. Me quedé sin dinero.

— No entiendo como una chica tan guapa como tú puede aguantar esto. Eres guapa e inteligente.

— Sí, hay muchas personas que me dicen lo mismo… Un cuerpo bonito no lo es todo en la vida… Y las putas también somos inteligentes. Para dedicarte a esto, tienes que ser inteligente o aprender a serlo.

— ¿Tú te quieres a ti misma?

— Claro que me quiero. Me quiero mucho.

— Pues, entonces, me vas a permitir que te dé un consejo. Si te quieres de verdad, no te metas en el mundo de las drogas. Aléjate de tu ex novio, porque no va a dejar la cocaína por ti. Una vez que te enganchas, es muy difícil salir.

— Lo sé. Yo solo estuve enganchada dos meses y por eso pude salir, pero mi ex novio lleva quince años metido en ese mundo.

— Hazme caso, déjalo. Tampoco deberías estar aquí.

— Quiero comprarme un piso en Rumanía.

Continuaron hablando mientras se vestían y salían del cuarto en que habían mantenido aquella especial reunión de trabajo. Salieron por el pasillo en dirección al salón donde se encontraban las otras chicas y algún cliente. La música que pinchaba Andy se oía cada vez más cercana a medida que se aproximaban al final del corredor. Pararon un momento en el recibidor que daba al salón. Helena se despidió del hombre de la mirada misteriosa.

— Encantado de haberte conocido, Helena. Gracias por todo.

— Gracias a ti, Gabo.

— Vaya, ¿te acuerdas de mi nombre? No deberías estar aquí. Vales mucho.

Dicho aquello, Helena vio cómo el misterioso hombre que la había amado efímeramente se alejaba. Aquella figura que caminaba de espaldas a ella abrió la puerta por la que nunca volvería a entrar. Al desaparecer aquella figura y cerrarse la puerta, Helena tuvo la certeza de que jamás nadie volvería a mirarla así.

Este texto se corresponde con el primer capítulo de la novela inédita Tierras afines, escrita en 2004 por Michael Thallium

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