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Integrar el arte y la ciencia – Lecciones de mi infancia

(Artículo original en inglés de Jennifer Sertl, traducción al español de Michael Thallium)

El mundo nos rompe a todos y después muchos nos hacemos fuertes en los lugares rotos. ~ Ernest Hemingway

Jennifer Sertl, Business Strategist and Executive Coach

Jennifer Sertl, Estratega empresarial y coach ejecutiva

Soy la reconciliación de dos espíritus. Mi padre era cirujano y mi madre pintora y música que tocaba 12 instrumentos. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 10 años, lo que fue bueno. La separación me sirvió para mitigar la constante tensión entre el intelecto racional y la expresión creativa. En algún momento, se podría pensar que el intelecto terminaría ganando, pero al final resultó que la cruda expresión aguantó más. Digo esto porque mi madre tiene su propio caballo de batalla llamado enfermedad mental.

Cuando mi madre era más joven, no siempre tomaba la medicación que le prescribían. Y el resultado fue que intentó suicidarse tres veces que yo sepa. Yo me enfadaba con sus intentos. De hecho, recuerdo que en algún momento hasta deseé que lo lograra, no porque yo fuera una niña cruel, sino porque era muy difícil saber si, en un momento dado, ella estaba estable, presente, segura o viva. La ansiedad del “no saber” y tener que estar constantemente preocupada eran muy dolorosas. Tan temerosa como estaba yo de la enfermedad de mi madre, resulta que mi padre, quien había sido durante mucho tiempo más estable -y podría añadir que más impenetrable- que una roca, falleció en un accidente de coche a los 44 años de edad. Por aquel entonces yo tenía 24 años.

En el estado de Wyoming se dice que “cuando el viento se para, las vacas se caen”. No tenía ni idea de lo que la presencia de mi padre era como el viento o de lo mucho que me mantenía a flote mi resistencia hacia él. Su muerte fue un golpe muy duro. Siempre había pensado que mi madre era la frágil, pero no tenía ni idea de que la vida me enseñaría lo contrario.

¿Por qué escribo esto ahora? Voy a cumplir 44 años este mes y me enfrento a la pregunta que muchas personas ya han afrontado: “¿Transcenderá mi vida el destino de mis padres?” La ocasión me hace reflexionar sobre lo que aprendí en mi infancia. Más aún, al contrario que ocurre con las personas que sobreviven al cáncer y que llevan una banda que simboliza su fuerza, resiliencia, comunidad y triunfo, no existe tal cosa para quienes luchan con la enfermedad mental. Así que con mi cumpleaños y Día de la Madre acercándose, creo que sería catártico y útil compartir lo mucho que he aprendido de la enfermedad de mi madre.

Aquí va lo que su caballo de batalla me ha enseñado:

El núcleo de una persona no tiene nada que ver con el dinero o las cosas. Sé de tres veces durante mi infancia en las que mi madre se quedó sin techo y perdió todo lo que tenía, incluidos sus cuadros, fotografías, instrumentos y libros. Y tres veces rehizo su vida, porque daba tal ejemplo de ser ella misma independientemente de sus posesiones que jamás me preocupé por el dinero o por las cosas para mi supervivencia básica.

Foto tomada en 1976 durante un viaje al área salvaje del Monte Zirkel, en Colorado. Jennifer tenía 7 años.

Foto tomada en 1976 durante un viaje al área salvaje del Monte Zirkel, en Colorado. Jennifer tenía 7 años.

La realidad está dentro, no fuera. Cuando tenía ocho años y visitaba a mi madre en el hospital, me encontraba con pacientes que estaban un poquitín “pallá”. Como era demasiado joven para avergonzarme, me zambullía de lleno en fascinantes conversaciones con gente que estaba inmersa en personajes de su propia creación. Recuerdo que un día, mientras sorbía leche con chocolate y me preparaba para jugar al ping-pong con una paciente, me dije a mí misma: “Toda esta gente realmente ve el mundo de forma distinta. Apaga la mente para que puedas ir a jugar a su mundo”. ¡Qué regalo! Eso ocurrió años antes de darme cuenta de que muchos adultos aún tienen que aprender que la realidad es una percepción.

El arte puede tener su propia y única resiliencia y aguante. Mi madre ahora es pasa de los sesenta y está boyante. Tiene un marido maravilloso que se asegura de que toma la medicación y que tiene los cuidados adecuados. Llevan una vida muy modesta, muy llena de sentido. Cuando la veo ahora, veo un espejo. Veo cuánto nos parecemos y veo lo mucho que recurro tanto a la expresión como al intelecto en mi trabajo.

De treintañera y como coach ejecutiva, para mí era muy importante trabajar con “gente inteligente”. Parte de mi motivación para trabajar con gente inteligente era el miedo. Mi razonamiento era que “si gente exitosa e inteligente necesita mi ayuda estratégica, eso demuestra que yo también estoy cuerda y soy inteligente”. No estoy orgullosa de que esa fuera mi motivación, y me compadezco del lugar de donde surgieron esos miedos. Ahora, con cuarenta y tantos años, ya no necesito esa especie de validación y soy capaz de reconocer y aceptar que los conocimientos vienen tanto de la gracia de la expresión artística como de la inteligencia que nos brinda el pensamiento racional.
He escrito esto para mí misma. He escrito esto para mi madre. He escrito esto para todas aquellas personas que luchan con la vergüenza y los miedos accidentales que les provocan la enfermedad mental o el destino de sus padres. He aprendido tanto del caballo de batalla de mi madre.

Sigue a Jennifer Sertl en Twitter: www.twitter.com/@jennifersertl

Artículo traducido al español por Michael Thallium

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