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El propósito de María

MarinaHacía solo un minuto que removía con la cucharilla el poco chocolate que le quedaba en la taza. Aún estaba caliente. Ese sabor le traía recuerdos de la infancia. Ahora, sola en la cocina, su mirada se perdía en recuerdos de cacao. Su mano movía mecánicamente, con la parsimonia de la abstracción, la cucharilla que chocaba levemente en el cuenco de la taza produciendo un tintineo que le resultaba agradable. Su marido se encontraba en otra parte de la casa, en silencio, sentado frente al televisor, mirándolo y perdiéndose en quién sabe qué pensamientos. Su hija dormía acurrucada en el sofá con la cabeza apoyada en el regazo del padre. Evocar la imagen de su hija le enternecía los músculos que sujetan la boca y aparecía inevitablemente una sonrisa en su rostro. Recordó otros tiempos felices, los tres juntos…

Un repente de escalofrío la trajo de nuevo a la realidad del silencio de la cocina adornado con el tintineo de la cucharilla que, ahora sí, manejaba plenamente consciente. Miró el chocolate. Olió su aroma acercando la nariz al labio de la taza por última vez con los ojos cerrados. Sorbió el aromático líquido tibio que quedaba. Corrió la silla. Se puso de pie y, dando unos pasos decididos, dejó la taza en la pila haciendo un ruido que rompió definitivamente el silencio en ese cuarto de fogones, lavadora, nevera y alimentos. Caminó por el pasillo decidida a hablar con su marido. Se detuvo en el umbral de la puerta del salón. Estaban durmiendo. No entró. Se dirigió al balcón que había estado limpiando y organizando durante el día. Era Domingo de Resurrección en Madrid. Llevaba confinada en casa casi un mes. No solamente ella. Todos los madrileños, todos los españoles y muchas otras personas de otros países del mundo. El virus no había hecho mella en su familia, pero otra dolencia invisible aún peor le venía royendo el espíritu desde hacía unos cuantos años ya. El virus te mata, el dolor te paraliza. Y ella estaba paralizada en un letargo aparentemente inofensivo, cómodo. Salió al balcón. Las luces iluminaban la calle, y ese inusual y extraño silencio de una ciudad en la que habitualmente no cesa el rumor del tráfico nocturno la invitó a asomarse por el balcón. Inclinándose hacia adelante, apoyó los brazos en la baranda. No había nadie por las calles. Miró a los edificios del otro lado del parque y vio las luces encendidas de esas viviendas donde habitaban gentes que, como ella, navegaban por la vida en busca de buen puerto. ¿Cuántas historias vitales, incontables e inenarrables, estarían sucediendo en ese preciso instante dentro de todos aquellos hogares? Miró al cielo. Estaba estrellado. Justo en ese momento sintió que los ojos se le inundaban de un brillo que tornó en dos gotas surcando las mejillas con sendas lágrimas. No era tristeza. No era amargura. Era dolor y era alegría. Era abatimiento y era consuelo. Pasó el dorso de una mano por las mejillas mientras sorbía la emoción de sus fosas nasales con dos cortos sollozos. Volvió a mirar al cielo. El recuerdo de su padre volvía a hacerse presente como tantas otras veces a lo largo de los últimos años desde que falleció. A él la unía un vínculo especial. Pudo acompañarlo en su muerte, porque regresó a tiempo del extranjero. Tantos países, tantos lugares, tanto viaje para regresar al regazo paternal por una última vez… ¿Por qué me está pasando esto a mí? Miraba al cielo en busca de alguna respuesta. Quería recuperar la dicha, la alegría, agarrar el timón de rueda y correr a la banda para abrir rumbo a nuevos horizontes. Sus ojos volvieron a mirar en la noche al cielo. Un susurro se escapó de sus labios como una pompa de jabón que explota diciendo: ¡Papá! Justo entonces un lucero cruzó el cielo en dirección al balcón y, abriendo los ojos con asombro, ella descifró uno de los misterios del Universo. Comprendió que el mundo, inexplicablemente, se había detenido aquellos días exclusivamente para ella, para que pudiera abrigar la nave de su vida y volver a levar anclas con nuevo brío. Una sensación extraña de agradecimiento recorrió todo su cuerpo. Recordó entonces un verso del poeta Miguel d’Ors que le había dicho al teléfono un amigo unos días atrás a propósito de la perseverancia y  la permanencia: “Se fue, pero qué forma de quedarse”.  Despidió al cielo con una sonrisa y regresó adentro. Ya lo había decidido. Resurrecta, ese fue el propósito de María.

Michael Thallium

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