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Enrique Castro Delgado: sin fe, perdido y preterido

Hace poco una amiga me preguntaba por teléfono, a modo de treno —lo de ‘treno’ es, por supuesto, una exageración para que quien no conozca esta palabra, la busque en el diccionario—, que por qué cuando publico en las redes sociales esas fotos recomendando libros, no explico la razón por la que los recomiendo. Mi respuesta fue breve: porque quiero que baste con mi palabra para que la recomendación se tome en cuenta. ¿Osada pretensión por mi parte? Probablemente, pero así vengo haciéndolo desde hace años —supongo que no con demasiado éxito. Esas fotos a las que se refería mi amiga suelo encabezarlas con «Grandes libros y escritores que recomiendo. Por Michael Thallium», y a continuación el título del libro, el nombre del autor y de la editorial al lado de la foto del libro de que se trate. Es verdad que alguna vez he escrito algún artículo al respecto de alguno de esos libros que recomiendo, pero, por lo general, me basta con la foto.

Enrique Castro Delgado - Mi fe se perdió en MoscúSin embargo, mi amiga, la del treno por mí exagerado —segunda oportunidad para que quien no conozca la palabra, la busque—, me dejó caer que en el caso de uno de los últimos libros por mí recomendados debería explicarlo para que la gente lo supiera. Se refería ella a Mi fe se perdió en Moscú, de Enrique Castro Delgado. Confieso que de Castro no había leído nada hasta hace unas semanas. A pesar de que es uno de los autores de los que habla Andrés Trapiello en Las armas y las letras —otro de los que recomiendo, por cierto—, para mí no era más que un nombre y poco más. La casualidad hizo que, al recibir el catálogo de la editorial Renacimiento con libros al 50% de descuento en agosto de 2020, me fijara en Mi fe se perdió en Moscú —y otros cuantos más que finalmente compré, lo confieso. Dada mi vergonzante bibliomanía y mi economía maltrecha, no podía dejar pasar la oferta.

Pero vayamos al asunto a fin de satisfacer la petición de mi amiga y dar en el busilis —otra palabra para que la busque quien no la conozca; no habrá segunda oportunidad, lo prometo. ¿Por qué recomiendo el libro de Enrique Castro Delgado? Por una razón muy sencilla: porque estuvo condenado a decir la verdad sin que le creyeran. El libro narra los siete años que pasó en la U.R.S.S. desde 1939, año en que se exilió, hasta 1945, año en que logró salir de allí tras penurias, muchos impedimentos y obstáculos. Castro había sido primer comandante del mítico 5.º Regimiento y gozó del respeto de los izquierdistas, incluso de los comunistas —fue miembro del PCE y secretario del Secretario General José Díaz— hasta que dejó de serlo por darse de bruces con la realidad del socialismo y del comunismo que su mujer, Esperanza Abascal, resume en una reveladora y genial frase al abandonar la Unión Soviética en 1945: un inmenso campo de concentración con tranvías, con trolebuses, con autobuses y un Metro con mármoles de todos los rincones del mundo. ¡Una gran mentira!

Su calvario empezó cuando, después del suicidio de José Díaz —suicidio ocultado y maquillado por la Komitern y el PCE—, Dolores Ibárruri se hizo con la secretaría general del PCE. En el relato de Castro, no quedan en muy buen lugar ni Ibárruri ni Francisco Antón —a la sazón su amante— ni «Irene Toboso» —Irene Falcón, secretaria personal de Ibárruri— ni Enrique Líster ni muchos otros dirigentes comunistas de la época. Literalmente, Castro fue preterido, borrado y maldito en el PCE y no llegó a ser eliminado físicamente estando en la U.R.S.S. por quién sabe qué suerte del destino. No obstante, después de haber leído el libro, no sé yo si su muerte en Madrid, en 1965, fuera realmente por causas naturales.

Castro nunca renunció a sus ideas de justicia social. Fue ateo, antifranquista y se volvió anticomunista. Sus antiguos correligionarios jamás se lo perdonaron… porque dijo la verdad sobre la gran mentira. Luego, durante la Transición muchos de aquellos exiliados comunistas, tras casi cuarenta años, regresaron a España y «blanquearon» su pasado como el de tantos otros. Castro pidió perdón por los crímenes que cometió durante la Guerra Civil. Lo expresó atormentado en un poema fechado el 12 de agosto 1956:

Penitencia
¡Quién supiera rezar
para rezaros!
Y descargar con ello mi alma
de pecados.

Perdonadme… ¡Muertos!
si es que no os muerde el rencor,
pues lo mío es lo peor…
Es un vivir sin vivir
a solas con mi conciencia
¡Que es mi mayor penitencia!

Por eso, a quienes se exaltan, tanto por la izquierda como por la derecha, con esa popularmente conocida como Ley de Memoria Histórica, les recomiendo que lean el libro y lo enjuicien con pensamiento crítico para sacar sus propias conclusiones… ¡Ay del pensamiento crítico en 2020! Esto sí que es un treno —última oportunidad para buscar su significado.

Ya lo dije en otra ocasión. Jorge Santayana escribió en La vida de la razón que «aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». En realidad no escribió eso, sino su versión inglesa (Those who cannot remember the past, are condemned to repeat it), porque este gran filósofo español, curiosamente, escribió toda su obra en inglés.

Transcurrido desde entonces más de un siglo, ahora yo, en 2020, escribo:

Quienes no conocen la Historia, están condenados a repetirla, y quienes la conocen y se empeñan en cambiarla, la repiten igualmente.

Es la actitud, no el conocimiento. El olvido no es traición ni el recuerdo fidelidad.

Michael Thallium

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