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Los premios

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Me ocurre con los premios lo mismo que a la mayoría de niñas con el juego del fútbol: uno sabe que existen, pero pasa de ellos. Me refiero en concreto a los premios Cervantes, Princesa de Asturias, Nobel… aunque bien valdrían como ejemplos otros tantos de cientos de premios. Dudo mucho —es un modo de hablar: no lo dudo, lo aseguro— que algún día me otorgasen ninguno de ellos. Primero, porque no he hecho mérito alguno; segundo, porque tampoco he creado ninguna obra ejemplar; y, tercero, porque no estoy muy seguro —otro modo de hablar: sí que lo estoy— de que me gustara figurar en la lista de premiados con otras personas que ya han sido premiadas, por aquello de que quizás uno considere que si a este o a esta les han dado el premio, cualquiera entonces puede recibirlo. Seguramente —y esto sí que no es un modo de hablar, lo afirmo— habrá muchas personas que los merezcan de sobra, pero esas tantas otras que en opinión de uno no lo merecen deslucen el galardón. En el fondo, un premio tampoco deja de ser una opinión. Es la opinión de un comité de expertos que deciden quién se lleva el gato al agua en función de gustos, coyunturas políticas y modas a la sazón.

Un premio —según cuál, claro está— es, en realidad, dinerito que el flamante galardonado se lleva al bolsillo. Queda mucho mejor decir “otorgo un premio” que “doy dinero”, aunque dado los tiempos que corren —en los que todos, con mayor o menor fortuna, hacemos girar la noria del consumismo— no sería descabellado hablar de “donaciones de dinero” en lugar de “premios”. Así, uno podría decir, sin que sea vergonzante, “me han donado dinero”. Quizás así también a uno no le importaría figurar en la lista de receptores de dinero, por aquello de la envidia cochina o en pos de la democracia y de la igualdad: “oye, que si a este le dieron dinero, por qué a mí no”. A nadie le amarga un euro. Sin embargo, mejor no menearlo y dejar las cosas como están: cada premiado a su olivo y tengamos la fiesta en paz.

Dentro de cien años, cuando los humanos miren atrás —si es que siguen mirando al pasado en lugar de vivir en un futuro continuo, como puede que ocurra— se dirán “¡Pero cómo pudieron estos premiar a tal o cual persona!”, al igual que nosotros hoy nos decimos “¡Pero cómo a aquellos se les ocurrió premiar a Mengano o a Zutana!”, y nos llevamos las manos a la cabeza e incluso pretendemos anular, deslegitimar, los premios que otros, muchos años atrás, concedieron a Fulano de Tal o Perengana de Cual.

Por lo que se refiere a los libros, a uno sólo le queda el consuelo personal de ir haciéndose con una humilde biblioteca que albergue a esos autores a quienes uno les daría un premio. Qué satisfacción la de sacar un libro del anaquel, ojearlo, sopesarlo, sonreír complacientemente y poder decir: para ti el mejor de los premios, la relectura. ¡Oh, vanidad de vanidades, o sea, vanidad superlativa! Uno no se da cuenta de que cuando muera, otros vendrán que, al ver esos anaqueles de premiados ad libitum, hagan una mueca de pasmo, se lleven las manos a la cabeza y maldigan: ¡Pero cómo este pudo haber leído estas cosas! ¡A la basura o al baratillo! Y es que a ellos esos libros les importarán lo mismo que a la mayoría de niñas el fútbol y a mí los premios Cervantes, Princesa de Asturias, Nobel y demás.

Michael Thallium

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