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Me creí inmortal hasta que me morí

Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.

Michael Thallium. Verano de 2019. Foto: Beku Marniè.

Me creí inmortal hasta que me morí. Fue rápido. No me dio ni tiempo a pensar en todos esos arrepentimientos en el lecho de muerte con los que había fantaseado en vida. Una vida vigorosa, por cierto. Tampoco tuve una apacible agonía rodeado de seres queridos que me visitasen y a quienes poder decir: “No me arrepiento; he sido feliz”. Mi muerte fue fulminante. Sentí un dolor tremendo en el pecho. Luché por respirar el mismo aire que, por alguna razón que ignoro, sentía que también me reventaba los pulmones. Apoyé un brazo en la oreja de un sillón, quizás para evitar caerme desplomado al suelo. Bueno, sí. Sí que tuve un ridículo y fugaz arrepentimiento de último minuto. Antes de que se me nublara la vista mirando al suelo, vi que estaba en gayumbos. “¡Joder! ¡Qué vergüenza cuando me encuentren! ¡Por qué no me habré puesto los pantalones!” Ya está. No pude evitar el desplome. Caí de bruces. El golpe debió de ser morrocotudo, porque lo último que recuerdo es un dolor en la cabeza, seco, pero más intenso que el que atenazaba mi pecho. No recuerdo más, porque me morí.

Ahora he descubierto que este estado de muerto tiene una singularidad obvia y extraña de la que jamás había oído hablar ni siquiera en las lecturas de mis muchos libros: uno no sabe qué ocurre después de su muerte, pero recuerda con vivo detalle todo lo que ha acontecido en su vida y, hete aquí lo extraño, puede recorrer el pasado de todas las vidas humanas que ha habido. Me morí un 6 de septiembre de 2019. Tenía 47 años. No sé quién me encontraría tirado en el suelo, porque, como ya he referido, eso es algo que no puedo recordar. Probablemente fueran mis padres. ¡Eso sí que lo siento! Supongo que no hay mayor desgracia para unos padres que la de ver a un hijo muerto. Al menos tengo el consuelo de saber que no me moriría de vergüenza —en cualquier caso, ya estaba muerto— al encontrarme ellos tirado en calzoncillos. ¡Quién me mandaría a mí no haberme puesto los pantalones esa mañana! En fin… Atrás los dejé a ellos, a quienes amé y me amaron. También dejé un hermano y un sobrino que iba a cumplir cuatro años veinte días después de mi muerte. Con mi sobrino me llevaba yo muy bien y era la única persona del mundo que me hacía saborear mi propia sonrisa, una sonrisa que me acompañó la mayor parte del tiempo que pasé con él. Lamentablemente, de mí no tendrá recuerdo alguno cuando sea mayor. Para él fui su tío. Ni siquiera sabía mi nombre. Yo era “Tío”, sencillamente. Recuerdo la primera vez que me dijo “te quiero” con esa lengua de trapo de niño. Le acababa de contar un cuento, tumbado a su lado en la cama, y buscó mi cuello con su bracito para susurrarme: “Te quiero, Tío”.

Atrás también dejé muchos amigos. Tuve una vida feliz. Viajé por todo el mundo y conocí a personas muy interesantes. Pude comunicarme con todas ellas en varios idiomas: español, inglés, alemán, francés, italiano, neerlandés… La única duda que me queda ahora es saber qué habrá ocurrido con mi colección de libros y música. Si bien modestas, estaba muy orgulloso yo de mi biblioteca y de mi discoteca. En alguna ocasión previne a algún amigo que si algún día me pasaba algo, lo más valioso que yo atesoraba eran mis libros, mis cedés… y mi colección de guitarras. Ignoro si esa amistosa prevención sirvió de algo a mi muerte. Por experiencia sé que la basura o un olvidado trastero son el destino de la mayoría de los libros de muerto. Y en cuanto a los cedés, quién sabe siquiera si seguirán existiendo dentro de unos años. Ahora eso ya es irrelevante para mí. Yo me quedé con todas mis horas de lectura y escucha de las que ahora disfruto muchísimo, porque como dije antes, esta condición mía de muerto me hace recordar con todo detalle e intensidad lo vivido. Y lo mejor de todo es que uno puede elegir con cuánto detalle e intensidad desea volver a vivirlo.

El día de mi muerte, andaban algunos partidos políticos intentando formar gobierno en España. Los recelos entre el PSOE y Unidas Podemos así como las arteras intenciones de algunos políticos nacionalistas catalanes, hacían de la situación futura de España algo, cuanto menos, interesante. Habiéndome pasado yo el verano sumergido en lecturas sugeridas por la relectura de Las armas y las letras de Andrés Trapiello, no podía dejar de asombrarme por la similitud que algunos acontecimientos contemporáneos tenían con lo ocurrido en España entre 1930 y 1940. Fue el verano en que descubrí los fascinantes relatos de A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales, el verano de Madrid de Corte a Cheka de Agustín de Foxá, de las Democracias destronadas de José Castillejo, del novelón Celia en la revolución de Elena Fortún, de los diarios de Morla Lynch, de La Estrella Polar de Eduardo Capó Bonnafous, de Doy fe… de Antonio Ruiz Vilaplana, de aquellos Días de horca y cuchillo de Alfredo Muñiz. Todos ellos fantásticos libros. La muerte me llegó antes de poder hincar mis ojos en un libro de Clara Campoamor por el que sentía muchísima curiosidad: La revolución española vista por una republicana. No pudo ser, me quedé con las ganas. Fue el verano en el que visité las increíbles naves —verdadero paraíso para un bibliómano— abarrotadas de libros de la Editorial Renacimiento a las afueras de Sevilla, lugar donde conseguí la mayor parte de mis veraniegas lecturas. Me hubiera gustado conocer en persona a Abelardo Linares, alma mater de Renacimiento. Tampoco pudo ser. Algún día, cuando él muera, seguramente que nos encontraremos y conversaremos. Pero, claro, eso él aún no lo sabe, porque sigue en el mundo de los vivos.

Hay algo, sin embargo, que me tiene loco de contento. No solo ahora puedo recorrer mi vida, sino todas las humanas que en este planeta han existido. Y eso me ha traído al año 1750. Este año me sirvió en vida como truco mnemotécnico para recordar otras fechas y acontecimientos. Solía utilizarlo como referencia mental desde la que construir la historia por mí conocida. Ahora, aquí, busco en Leipzig a un hombre por mí admirado, ciego ya de tantas horas nocturnas escribiendo frente a la tenue luz de las velas. En este año murió él, aunque apenas es enero y eso él no lo sabe ni tampoco lo saben sus familiares. Ni siquiera lo intuye el infame y charlatán cirujano británico que acabará con su vida dentro de unos meses. Me las he ingeniado para que su mujer me deje hablar con él. Y aquí estoy, esperando a que entre en la estancia en la que yo aguardo su llegada. Sus parientes y amigos lo llaman Sebas. En el mundo de los vivos donde yo viví lo mitificaron como Johann Sebastian Bach. La puerta se abre y frente a mí… ¡encuentro al hombre!

Michael Thallium

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