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Llamémosle Emilio

Fue leyendo Abdul Bashur, soñador de navíos que me entraron ganas de escribir sobre él, no porque él hubiese tenido la misma vida pendenciera de Abdul Bashur quien jamás logró encontrar el navío de sus sueños en el mar de la vida, vida que, paradójicamente, naufragó en un avión en Funchal, en la cabecera de la pista de aterrizaje, al borde del mar, a escasos metros de la ensenada donde descansaba el esbelto tramp steamer que hubiera sido, definitivamente, su soñado navío de no haber ocurrido el inoportuno accidente de su muerte. Déjenme que les explique —no porque la explicación revele ningún acontecimiento extraordinario, sino más bien porque fue así el modo en que ocurrieron los hechos— cómo surgió la idea de escribir sobre él. Estaba yo absorto leyendo las aventuras de Abdul Bashur en una cafetería —no sé muy bien si para matar el tiempo de la espera o para aplacar mi enfermiza avidez lectora— cuando al terminar de leer un párrafo, no recuerdo exactamente cuál, levanté la mirada de las páginas donde había estado perdiendo la noción del tiempo y del espacio y, con una media sonrisa de satisfacción, exclamé ante el pasmo de quienes me rodeaban: «¡Pero qué bien escribe Álvaro Mutis!» Fue entonces cuando, queriendo quizás emular la pluma del cosmopolita escritor colombiano, me vino la idea: «Tengo que escribir sobre él». No sobre Álvaro Mutis, sino de quien a continuación voy a relatarles.

Álvaro Mutis - Abdul Bashur, soñador de navíos

Llamémosle Emilio. Los escritores llevan siglos utilizando ese recurso de advertir de que todo parecido con la realidad es pura coincidencia. Así que, para preservar su anonimato, llamémosle Emilio, y advertidos quedan ustedes de la pura coincidencia de esta ficción con la realidad. Quizás haya elegido el nombre porque así se llamaba un tío mío, hermano de mi madre, que murió de cáncer cuando yo era adolescente hace muchísimos años ya, y así se llama también su hijo, mi primo; también tengo una prima que se llama Emilia, aunque no tiene nada que ver con los dos anteriores Emilios, pues es hija de una hermana de mi padre, también llamada Emilia, y no se conocen entre ellos.

Vayamos, por fin, al Emilio que nos ocupa y que nada en absoluto tiene que ver con los anteriores. No hace tanto, quizás un año, acudí a la presentación de una grabación musical —la música y los libros ocupan buena parte de mi tiempo— en el Palacio de Longoria, un edificio modernista del centro de Madrid. Haciendo cola para entrar al evento, apareció un señor de esos que solemos llamar «mayores», es decir, un vejete. Me llamó la atención que andaba leyendo un libro y fue eso, sin duda, lo que me hizo darle conversación. Por su modo de hablar, en pocos segundos, deduje que era una persona culta y, sobre todo, de espíritu muy joven e inquieto. No recuerdo de qué hablamos exactamente, pero creo que cuando terminó la espera y logramos entrar al edificio, nos despedimos presentándonos y Emilio me dijo su nombre. Yo le di mi tarjeta de visita y ahí quedó la cosa. Luego, la casualidad de la vida hizo que nos conectáramos por Facebook, donde Emilio administraba un grupo sobre arte, música, viajes y algo más. Luego volví a verlo, no tantas veces, siempre en eventos musicales: en la presentación de las Sonatas y Partitas de Bach que el violinista Mikhail Pochekin hizo en el Ateneo de Madrid, en un concierto para dos pianos en el Shigeru Kawai Center de Madrid… Por cierto, fue precisamente después de aquel concierto cuando pude hablar más con Emilio —de hecho, la única vez que más hablé con él— porque nos fuimos a tomar algo a un bar cercano con un amigo mío pianista y una pareja —pintora ella, aeromozo él— también amigos míos —bueno, en realidad más ella que él. Allí estuvimos los cinco charlando afablemente y riendo durante unas cuantas horas. Fue entonces cuando ratifiqué la deducción que yo había hecho de Emilio meses atrás mientras esperábamos en la cola del Palacio de Longoria: hombre culto, de espíritu joven e inquieto. A esas tres cualidades, después de aquel encuentro, también sumaría otra: coqueto. Menciono ahora un hecho que no añade nada a la figura de Emilio y que, probablemente, sea irrelevante. A ninguno de los cinco —incluida la pareja— se nos habría ocurrido pensar que, apenas dos días más tarde, la pintora y el aeromozo partirían piñas y abrirían el melón amargo del divorcio. Si menciono este hecho es tan solo para resaltar lo imprevisible que es la vida y los pequeños naufragios que la menudean hasta que llega el definitivo. Dados los muchos años de vida de Emilio, no creo que, de haberlo sabido, tampoco esa ruptura le hubiese sorprendido y, en cualquier caso, supongo que eso solo me habría hecho corroborar otra de las cualidades de Emilio por mi intuida: la discreción.

Volví a ver a Emilio meses más tarde, poco antes de las Navidades de 2019 en el Auditorio Sony, en un recital de los hermanos Pochekin. No pude hablar mucho con él. Tan solo saludarnos. Esas son las pocas veces que lo vi. Es verdad que en alguna ocasión tuvimos alguna conversación telefónica, pero poco más. Entonces, ¿qué es lo que me hizo querer escribir sobre él? Ahora creo que fue porque le atribuí inconscientemente a Emilio una de las cualidades de Abdul Bashur: la de creer que «todo estaba por hacer y que quienes en verdad acababan como perdedores eran los demás, los necios irredentos que minan el mundo con sus argucias de primera mano y sus camufladas debilidades ancestrales…»

No sé por qué he hablado de Emilio en pasado, porque en la fecha en que escribo estas palabras él sigue vivo. Por cuánto tiempo más, lo ignoro. Pero eso tampoco es relevante. Quizás para cuando ustedes lean este pequeño relato, tanto él como yo hayamos muerto hace años. Tan solo sepan que, por lo poco que lo conozco, creo poder afirmar que Emilio no se ha contentado con eso de que la mayoría de las vidas humanas sean simples conjeturas; él ha logrado llevar la suya a demostración. Y él, al igual que Julio Ramón Ribeyro, ha sabido darse cuenta de que la única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco y apuntando hacia el futuro.

Sí, llamémosle Emilio.

Michael Thallium

Global & Greatness Coach
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