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La consagración

Alzó las manos con ese gesto tan habitual. Lo hacía a diario. Una o dos veces. Pero esa mañana, mientras contemplaba el círculo sagrado que sostenía litúrgicamente entre sus dedos, la nublazón de algunos pensamientos irredentos se le coló por el cielo de la mente. Justo en ese instante de transmutación. Le dolían los riñones. Su padre estaba enfermo. Recordó a su madre muerta. ¿Por qué le asaltaban esos pensamientos justo en ese preciso instante y en ese día? El templo estaba casi vacío. Solo un alma. Bueno, dos: la suya y la de una vieja arrodillada que acudía casi todas las mañanas a esa hora. Cada vez menos personas se acercan a escuchar el verbo divino, pensaba. Sin embargo, eran seis los pulmones por los que se filtraba el aire, y si a él le hubieran preguntado, no lo habría dudado ni un instante: también Pieter tenía alma. Tres almas: un hombre, una mujer y un perro, el fiel amigo de Pedro Juan Doruño. Esos eran los únicos seres vivientes a la vista de cualquiera que hubiese entrado a la ermita. Antes de bajar las manos, un repente de escalofrío le agitó imperceptiblemente la cabeza y esa nublazón que apenas había durado unos instantes, se deshizo y desvaneció como voluta de humo que encuentra un resquicio en las puertas del ser humano. Posó con delicadeza la hostia consagrada en la patena que descansaba sobre un exótico antimension más propio del rito ortodoxo. Pero así era el padre Doruño: un verso libre en la dogmática poesía católica.

Pedro Juan DoruñoA Pedro Juan Doruño lo habían destinado a aquella ermita unos pocos años atrás. Venía de otros mundos eclesiásticos más pomposos y suntuosos, pero ahora, con la ayuda de algunos feligreses, había hecho hogar de aquel lugar. La Ermita de la Virgen del Huerto se alzaba casi inadvertida, recoleta, en una de las riberas del río Naranjales que recorría una bulliciosa ciudad de cuatro millones de almas. Hacía 300 años que la mandó construir el Marqués de Armillo en aquel lugar, y 300 años llevaban descansando allí los huesos de quien fuera su benefactor. Abandonada al desgaire durante muchos lustros, los años, las guerras y la ignorancia la habían casi encaminado hacia la indolente ruina. Ahora, sin embargo, la ermita había recobrado vida y el padre Doruño festejaba con orgullo los tres siglos de su creación. Se encontraba feliz lejos ya de la pompa clerical de Roma y de su anterior vida seglar como promotor musical y bon vivant antes de tomar los hábitos. Una vez al mes, acogía aquel lugar una tertulia filosófica a la que acudían unas pocas personas, entre ellas, un ateo al que Pedro Juan Doruño nunca había exigido más que que le hiciera pensar. Al padre Doruño le gustaba la filosofía, le gustaba sorberla poco a poco, aspirarla con casi tanta fruición como con la que aspiraba el humo de los cigarrillos en los que se le iba la vida cuando no daba misa.

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No vengo todos los días, pero últimamente lo hago casi todos. Me gusta mirarlo y verlo delante de mí, allá al fondo, en el altar. Yo me morí hace años. Así que no me ve ni puede. Pero yo a él sí. Ahora que alza los brazos y sostiene la oblea entre sus dedos, siento que algunos pensamientos le nublan la mente. ¡Es humano! Esa anciana postrada frente él en uno de los banquillos me enternece. Y ese perro fiel que lo sigue a todas partes y descansa tumbado en el altar como si entendiese la gravedad de la transmutación que está a punto de producirse… En mi religión entendemos del bien y del mal, de lo sagrado. Por eso me recreo observándolo. Me acerco. Le soplo y le alejo la nublazón de la cabeza. Él reacciona y da un pequeño respingo que solo yo veo. Entonces prosigue con la ceremonia. Ya no piensa en la madre que durante muchos años quiso verlo de cura; tampoco piensa en el padre enfermo. ¡Y qué si le duelen los riñones! Sabe que la vida le va en esa consagración. Y yo lo veo. Mi nombre es Farrokh Bulsara, zoroastrista. Me di a la muerte a finales del siglo XX. Nadie sabe dónde quedaron mis cenizas. Mientras sigue con la liturgia, me entran ganas de desvelarle un pequeño secreto que ignora: la eternidad le llegará, paradójicamente, por el ateo de las tertulias, quien lo inmortalizará en un texto muy humano y nada divino.

Michael Thallium

Global & Greatness Coach
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