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Christina y los libros

Christina y los librosNo siempre puede uno expresar lo que siente. Ni hablar ni escribir son tareas fáciles cuando hay que afinar los sentimientos contra el diapasón del dolor. Así se encontraba ella ahora, sabiendo lo que sentía y sin saber qué decir ni qué escribir. Sentada en una silla, miraba la pantalla del móvil perdida en la memoria, buscando palabras almacenadas durante tantos años de lecturas y rodeada de letras. Se resistía a tener que resumir la vida entera de a quien tanto había querido con esas cuatro frías palabras tan impersonales: «Ha muerto mi tía». ¿Qué escribir en un mensaje de texto que abarcara todos los recuerdos compartidos y ese inesperado dolor que ahora pujaba desde la entraña? Había leído muchísimos libros y en casi todos ellos siempre había encontrado palabras dignas de recordar en una cita, pero no eran suyas y tampoco ahora afloraban en su consciencia, tan perdida como la mirada de sus ojos en la pantalla del móvil después de haber recibido la noticia. El parpadeo del cursor en la ventana del WhatsApp reclamaba apremiante su atención. Finalmente, escribió lo que se resistía a escribir y pulsó «enviar». Al otro lado de la línea alguien recibió el mensaje y, al poco, aparecieron en el móvil de Christina cinco palabras de respuesta que lo decían todo y nada: «Te acompaño en el sentimiento».

Los libros le habían abierto muchas puertas en la vida. A ella, que tanta energía y entusiasmo les había dedicado, le costaba ahora, a sus 31 años, encontrar una puerta por la que se colara el consuelo de no poder siquiera despedirse de su tía. Era abril de 2020, un mes en el que los abrazos estaban prohibidos para muchas personas y dar un último adiós a un ser querido era cuestión de distancia. Nadie lo hubiera pensado tan solo dos meses antes. ¿Qué puerta se le abriría ahora? No tenía ganas de leer, aunque sabía que en ello le iba la vida. Miró a una de las estanterías y buscó entre los libros alguno que le aliviara el peso del confinamiento en los tiempos del coronavirus. Quería que apareciese el libro que necesitaba. De repente, mientras sus ojos recorrían la estantería, sin levantarse de la silla e ignorando por qué suerte de asociación mental, recordó los octosílabos que su padre les recitaba durante horas a ella y a su hermano cuando eran pequeños. Eso la hizo sonreír. Pensar en su padre y en su madre, quienes engendraron en ella el amor por los libros, la reconfortaba. Entonces, un recuerdo emotivo y triste a la vez le trajo la imagen de su querida tía leyéndole las travesuras de Matonkikí antes de dormir… Los ojos le brillaron y la emoción abrió la espita del desconsuelo. Un sollozo y un suspiro ocuparon el silencio del despacho que antes solo habían roto los avisos de mensajes de Whatsapp.

Fue en ese momento, cuando de entre todos aquellos ejemplares que colmaban la librería surgió, como años atrás, Bomarzo, el libro que deliberadamente había dejado inconcluso antes de mudarse a Italia. Eso la transportó al día de su vigésimo segundo cumpleaños que pasó en el Sacro Bosque de Bomarzo palpando las rocas con las que tanto había soñado. Alcanzó con la mano el lomo del libro y, abriéndolo, comenzó a hojearlo. La idea del juego se le cruzó por la cabeza y jugó a ese juego —al que tantos hemos jugado alguna vez— de cerrar el libro y los ojos para abrirlo a ciegas por cualquier página señalando con el dedo una palabra, una frase, un algo, en busca de respuestas. Cuando volvió a abrir los ojos, vio que el índice se había posado en la siguiente frase: «Emperador Lucifer, señor de los espíritus rebeldes, te ruego que me seas favorable, mientras convoco a tu ministro, el gran Lucífago Rofocale. ¡Oh, Astaroth, gran conde, séme favorable también, y haz que el gran Lucífago se manifieste con traza humana y me conceda, por el convenio que he sellado con él, lo que deseo!» Sobresaltada, cerró el libro que hizo ese ruido característico de los libros que tienen más de 600 páginas… Justo en ese instante, sonó el aviso de un correo entrante en el móvil. Regresó a la realidad de su despacho. Miró el buzón y abrió el correo. No conocía el remitente. Quizás uno más de esos tantos extraños que le escribían por dedicarse a la edición de libros. Al leer el mensaje, su corazón le dio un vuelco:

Querida Christina:
No nos conocemos y, probablemente, jamás terminemos de hacerlo. Acabo de leer una entrevista que te hacen en un periódico y me llamó la atención que uno de tus libros preferidos fuese
Bomarzo. Cuando lo escribí, muchos siglos después de que me envenenaran, no creí, por absurdo, que una mujer de 31 años durante el primer cuarto del siglo XXI reconociera que Bomarzo le había cambiado la vida. Que palpases las rocas que con tanto amor y orgullo mandé tallar, me congratula. Bien sabes que mi vida fue como la de muchos hombres de mi época. Hoy tengo un mensaje para ti que no te sorprenderá: los monstruos mueren también, y estos tiempos de incertidumbre darán paso a otros de Renacimiento. Entiendo tu dolor, pero has de saber que desaparecerá y que la apaciguadora luz iluminará tus días, por muchos años, con todos esos libros que publiques y que prenderán la llama de la esperanza en quienes los lean.

Que estas palabras que escribo
porten abrazo y abrigo.

A veces la ficción supera a la realidad. Christina y los libros…

Michael Thallium

Global & Greatness Coach
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