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Nos van a dar mucho por el Gwadar

“La historia es émula del tiempo, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente y advertencia de lo por venir.” – Miguel de Cervantes (1547-1616)

Lo que hay detrás, Michael Thallium

Lo que hay detrás, Michael Thallium

Hace algunos años leí un libro de Robert D. Kaplan —Monzón. Un viaje por el futuro del océnao Índico— en el que se hablaba de Gwadar, un pequeño pueblo pesquero de Paquistán. Kaplan auguraba que este pueblo se convertiría en el nuevo Dubai o Singapur, en un centro económico mundial… Para la inmensa mayoría de personas que habitamos este planeta, este augurio pasó y pasa inadvertido. Sobre todo, en Europa, por no hablar ya de España. La advertencia de lo porvenir está en Asia.

Es fácil perderse en lo global, pero más fácil aún es perderse en lo concreto cuando la lente con que se mira magnifica lo pequeño de tal manera que resulta casi imposible ver más allá de tres en un burro. Y si a esa lente le añadimos la emoción de un nacionalismo ofuscado —sobre los nacionalismos ya di mi opinión hace muchos años: La humanocracia—, el resultado es nefasto y nefando.

En España existe un complejo que no he visto en ninguno de los países —y son muchos— en los que he estado. Aquí parece que si alzas la bandera española ya eres un “facha”. Dudo que quienes me conozcan puedan tildarme de “facha” o “españolista”. A veces tengo la impresión de que es como si en España solo pudieran existir los de derechas y los de izquierdas, los monárquicos y los republicanos, los fachas y los rojos, los empresarios explotadores y los obreros explotados: las dos Españas del siglo XX. Pues bien, como mínimo hay una Tercera España, una España de personas que no son ni de izquierdas ni de derechas ni monárquicos ni republicanos. Esa Tercera España la componen personas que quieren vivir en paz y seguir disfrutando de la libertad que han tenido, como mínimo, en los últimos 40 años. Es una España silenciosa —a veces erróneamente— que está en contra de la corrupción, que ve con estupor el radicalismo ruidoso de algunas minorías, que es consciente de la demagogia y no se deja engañar, que cree que la unión hace la fuerza. Es una España callada con la que me siento más identificado que con esas dos Españas de siempre.

A veces en la vida, pocas afortunadamente, uno tiene que tomar partido públicamente, porque callarse puede tomarse como una tácita aquiesciencia con lo que ocurre en derredor. Cuando los representantes públicos, por acción y omisión, incitan a que los ciudadanos falten al respeto de la Constitución, de las instituciones públicas y de las fuerzas de seguridad de un país, entonces esos representantes quedan moral y políticamente inhabilitados como interlocutores en una negociación y, particularmente, a mí no me representan de ningún modo. El presidente de turno de la Generalidad catalana y sus secuaces han pervertido la convivencia en Cataluña abriendo un socavón que muy difícilmente podrán soterrar. Y dudo mucho que en estos momentos tengan la más mínima intención de hacerlo. Y yo, a título puramente personal y probablemente irrelevante para la mayoría de personas, responsabilizo a esos representantes de la deriva en que han sumido al barco de la convivencia en Cataluña y, por extensión, España. Sí, ya sé, un “independentista” podrá decir lo mismo de los representantes del gobierno de España, pero no ha sido ese gobierno el que se ha saltado la Constitución.

Hace años, trabajé en Andorra y tuve oportunidad de conocer a fondo no solo este diminuto país de los Pirineos, sino también buena parte de las provincias de Lérida, Gerona, Barcelona y Tarragona. Una de mis compañeras de trabajo en Andorra —de quien guardo un muy buen recuerdo, por cierto— era catalana nacionalista e independentista. Ambos éramos extranjeros en nuestro lugar de trabajo. Yo siempre me sentí respetado por ella, y creo que, si aún se acuerda de mí, ella diría lo mismo de mí. Yo no compartía su visión separatista, pero “hice migas” con ella y la consideré una buena compañera. Me caía muy bien y me parecía una persona diligente y sincera con quien se podía conversar de muchas cosas. Así al menos lo sentía yo. Su nombre era Marta Serra. Si la nombro aquí, no lo hago porque quiera exponerla públicamente, sino porque Marta representa a otras muchas “Martas Serra” que son “independentistas de corazón” a quienes no conozco y que respeto. No he vuelto a verla desde entonces ni he hablado con ella ni sé qué recuerdo guardará de mí ni siquiera qué pensará de mis palabras. Sin embargo, intuyo que ella, al igual que yo, entenderá que nos van a dar mucho por el Gwadar si seguimos con la aberrante lupa que lo magnifica todo e impide navegar unidos por el océano de la vida.

Michael Thallium

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