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Nota a Ayala

(escrito en noviembre de 2009)

Abro el navegador de la Red de redes, ese explorador de ventanas digitales, y me encuentro de bruces, en Yahoo, con una foto de Francisco Ayala, de perfil y anciano, que me recuerda, no sé por qué, a un entrañable y sabio Don Quijote. Fallece el escritor Francisco Ayala. Figura clave del humanismo y de la literatura hispana del siglo XX. De inmediato, recuerdo que hace poco más de cuatro años, después de haber escuchado una entrevista que le hicieron a Ayala, decidí acercarme al edificio de la Real Academia Española en Madrid con la pretensión de ver y hablar con el escritor cuya Retórica del periodismo y otras retóricas sirvió de inspiración para un trabajo que hice durante el periodo de docencia de un doctorado en comunicación y discurso. Llegué al edificio y entré. Le pregunté a la señorita de turno que guardaba la entrada si era posible hablar con don Francisco. Debió de tomar mis palabras por insolente faramalla y me respondió que no, que no era posible. Entonces yo le dije algo así como que si no le importaba, me gustaría dejarle una nota para que se la diera en mano al insigne académico de la letra Z cuando pudiera. En un trozo de papel manuscribí la rupestre nota a Ayala. Metí el mensaje en un sobre y se lo di en guardia y custodia a la guardiana de la puerta con la esperanza de que algún día llegase a manos de don Francisco. Ignoro si aquella nota alcanzó su destino alguna vez. Sin embargo, tuve la suficiente memoria como para reproducirla horas más tarde, cuando llegué a casa, utilizando el ordenador. En mi disco duro quedó guardada hasta hoy, cuando la he recuperado. Esta fue la nota:

Madrid, 15 de julio de 2005

Apreciado Sr. Ayala:

Disculpe mi atrevimiento. Tengo 33 años. Yaser Arafat ha muerto, el Papa ha muerto… Desearía conocerle en persona antes de que aparezca en la prensa la noticia de su fallecimiento. A mi atrevimiento añada la impertinencia con que le expreso ese deseo.

Me sentiría muy honrado de poder conversar con usted y mantener una pequeña entrevista para contarle mi breve historia y, más enriquecedor, escucharle.

Con respeto y admiración,

Michael Thallium

Aprendiz de escritor

Ahora tengo 37 años. No tuve el honor de conversar con Francisco Ayala ni de enriquecerme escuchándolo. Hoy, martes, 3 de noviembre de 2009, me dirijo a mi entrañable y sabio Don Quijote para disculparme por este segundo atrevimiento mío:

Centenario, Lévi Strauss ha muerto, Francisco Ayala ha muerto… Sr. Ayala, ha aparecido en la prensa la noticia de su fallecimiento. Ignoro si aquel papel manuscrito llegó a sus manos. Sin embargo, me siento muy honrado de vivir con esa incertidumbre hasta el día en que haga balance — centenario, igual que usted, espero — de mis pasos en la tierra.

El secreto con el que se ha marchado no amputa un solo adarme del respeto y admiración que a usted me unen.

Descanse en paz.

Michael Thallium

Aprendiz y “desaprendiz” de todo

El venablo en el vocablo

(Escrito en julio de 2004)

Reconozco que tengo la sindéresis un tanto tocada. Dicho en un castellano menos espeso y más llano: que estoy tocado del ala, chiflado. Y no lo digo yo, sino que me lo dicen. Tampoco creo que les falte razón. Ser defensor de causas perdidas solo es empresa de personas algo trastornadas, chifladas, en definitiva. Algún avispado lector —que seguro que lo habrá… o al menos eso espero— puede que haya intuido por qué. Mi chifladura está implícita en el título de este artículo. Con él quiero rendir un pequeño homenaje a Fernando Lázaro Carreter, fallecido en marzo pasado. No tuve la suerte de conocerlo en persona, pero sí que ha estado presente en mi vida, aunque solo sea porque fue este ilustre caballero quien redactó la mayor parte de los libros de texto de lengua con los que aprendí en el colegio. De mayor, también he leído buena parte de sus dardos en la palabra, los comprendidos entre los años 1975 y 1996. Con sus dardos, don Fernando denunció el maltrato al que se ve sometida nuestra lengua. Los medios de comunicación son los adalides del maltrato lingüístico y todos nosotros —unos más que otros, es verdad— pegamos más de una coz a nuestra indefensa lengua.

Ahora que se ha puesto tan de moda esto del maltrato, quizás sería conveniente que hicieran también una Ley integral contra la violencia lingüística. Deberían aumentar las penas para quienes se empeñan en vender impunemente por las televisiones, radios y prensa, el disparate, la grosería, el cotilleo y la verdulería. Si no saben hablar, que cierren el pico o, por lo menos, que no les paguen por ello: que les multen por procaces e indecorosos. Habría que ponerles un dispositivo que pitase cada vez que sueltan un rebuzno, dictar una orden de alejamiento para defender a la víctima de su agresor… Pero ya se sabe que los maltratadores reinciden hasta que “la matan porque es suya”. Efectivamente, no hay nada más nuestro que la lengua. En cualquier caso, hablar bien y expresarse con decoro no es rentable, no vende, es anticuado, carca… Propugnar la buena letra y la correcta expresión es una causa perdida.

Me imagino yo que don Fernando habrá tenido que sufrir mucho en los últimos años, porque a la lengua que él amaba le han ido saliendo “chillones” y “pseudoperiodistas” por todas las cadenas de televisión. El deterioro de nuestro idioma en los medios ha alcanzado cotas altísimas. Lo peor es que aún tengamos que decir con resignación: “Y lo que nos quedará por ver”. De nada sirve poner el dedo en la llaga de la expresión asnal que menudea en la sociedad. Es como clamar en el desierto. Además, parece que expresarse con corrección está muy mal visto y es sinónimo de pedantería. Señalar con el dedo al “rebuznador” es el comienzo de una batalla perdida de antemano. Quien señala y denuncia las bajuras de la expresión lingüística de la mayoría de los “visitadores mediáticos” —esas personas que se recorren los medios todos los días vendiendo heces verbales y haciendo higas al idioma—, es marginado y tachado de aburrido, seco, elitista y arrogante.

Y es esta la razón por la que he decidido emular al señor Lázaro Carreter —a sabiendas de quedar muy por debajo de sus certeros comentarios— y escribir artículos de denuncia del maltrato lingüístico. No voy a ser yo, evidentemente, quien tome el relevo de tan ilustre filólogo. El dardo en la palabra fue el que fue. Yo soy mucho menos lustroso que don Fernando; soy una versión cutre y novel del “dardeador” por excelencia. Compartimos, empero, el amor por el código con que nos expresamos y cierta querencia por las causas perdidas. Por eso —consciente también de que quien tiene boca, se equivoca—, comienzo hoy oficialmente a afinar mi puntería y lanzar venablos contra los gigantescos molinos de las inmundicias lingüísticas. Embestiré contra quienes zahieran mi lengua y, al final, exhausto e incomprendido expiraré diciendo: “la defendí, porque era mía”.

Michael Thallium

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El espíritu rectilíneo

(escrito en mayo de 2004)

De rectas, semirrectas, ángulos y curvas vengo oyendo hablar desde la escuela o desde que tengo uso de razón. Hasta ahí, nada nuevo bajo el sol, que diría Qohelet. Sin embargo, hace poco, en una reunión de viejos amigos que se encuentran después de un tiempo razonable para poder contarse chismes nuevos de sus vidas sin caer en el aburrimiento de la más avezada costumbre, sin novedades ni sobresaltos, tuve oportunidad de escuchar un comentario saleroso de uno de mis amigados contertulios. Resulta que estábamos charlando mientras esperábamos a que llegara el quinto amigo para completar el pentáculo cafetil y licorero en la mesa de un bar de nuestra villa. De repente, al avistarlo atravesando la calle y pasar de largo frente al bar en que nos encontrábamos, llegó el saleroso comentario con sorna: Míralo, ahí va, todo “rectilíneo”. Jamás antes había escuchado ese calificativo aplicado a personas. Me resultó ingenioso y, en cierto modo, apropiado. Evidentemente, para entender este comentario y sus connotaciones, habría que conocer tanto al irónico remitente como al anodino destinatario. No voy a hablar de estos dos amigos míos, porque no viene al caso, aunque seguro que escribir sobre ellos me daría para un humoroso texto. Sin embargo, el comentario de marras me hizo reflexionar sobre la trayectoria vital de algunas personas, al punto de haber creído inventar una nueva disciplina que yo llamo: geometría vital (de la vida).

Sabido es que la línea recta es la trayectoria más corta entre dos puntos. Por consiguiente, si uno quiere llegar a un punto vital, debería tomar la trayectoria recta para ahorrar tiempo y espacio. Pero, claro, esto es lo que dice la teoría. En la trayectoria recta influye una variable importantísima: la velocidad. Si la velocidad es constante, no cabe duda que, al final, se alcanzará el objetivo. Sin embargo, el tiempo que se tarde en alcanzarlo dependerá directamente de la velocidad, es decir, que a mayor velocidad antes se alcanza. Cuando la velocidad es baja, aunque constante, puede ocurrir que, para algunas personas, la trayectoria vital se haga un tanto anodina. Por lo general, las personas rectilíneas rinden tributo a la recta hasta en los andares y la forma de expresarse: son rectos y estirados.

Hay otras personas a quienes incluyo en el grupo de los curvilíneos. Los curvilíneos somos tan variados y variables como curvas existen. Desde la curva más suave hasta el garabato más incomprensible cuya trayectoria es casi imposible de representar con una ecuación. En la trayectoria curvilínea intervienen muchísimas variables. Suele ocurrir, además, que la velocidad es más alta. No podría ser de otra forma. Somos personas sometidas a aceleraciones, fuerzas centrípetas y fuerzas centrífugas. Queremos llegar cuanto antes a nuestro destino que, por otra parte, suele coincidir con el punto vital de los rectilíneos. Las trayectorias curvilíneas quizás no resulten anodinas, pero pueden ser determinantemente agotadoras.

Volviendo a la amistosa tertulia pentacular, fui testigo, entonces, de la rectitud linealmente insípida y de la curva torcidamente suculenta. Allí estaban enfrente de mí la partícula A y la partícula B compartiendo probablemente puntos vitales, objetivos, pero con ecuaciones linealmente distintas, lo cual posiblemente azuzara entre ellos la rivalidad más perniciosa: la de los perros amistosamente enemigos. El porte, maneras y formas de expresión de las partículas A y B eran reveladores del paradigma de ambos grupos que conforman la geometría vital. Noté yo cierto queme vital y vitalicio del curvilíneo contertulio para con el rectilíneo. Era un pique virtual que no se veía pero que se expandía en forma de ondas electromagnéticas por el espacio euclídeo. Conjeturé que el malestar de la partícula B se debía, en parte, al agotamiento provocado por el sometimiento a elevadas fuerzas centrífugas y centrípetas y, por otra parte, a la comprobación de que la partícula A, con su anodina e insípida trayectoria (vectorialmente eficaz) conseguía alcanzar los mismos (o similares) puntos vitales que la partícula B. Quizás, lo mismo, pero al revés, se podría decir de la partícula A quien, atolondrada por el golpe realista de darse cuenta de que otras partículas con torcidas inclinaciones no le iban a la zaga, no comprende que se pueda disfrutar de la curva en lugar de aguantar la más recta de las monotonías.

Somos libres de elegir nuestras trayectorias, pero seguro que a todos nos iría mejor si conociésemos la combinación de trayectorias y puntos vitales que nos proporcione más felicidad. Definitivamente, deberíamos ser espiritualmente rectos o curvos, pero geométricamente vitales.

Michael Thallium

La balumba existencial

(escrito en abril de 2004)

Últimamente escribo demasiado, escucho mucho y hablo menos. Me reúno con amigos a quienes hacía tiempo no veía. Converso, imagino, fantaseo y, luego, escribo. Sin ir más lejos, ayer, en un atardecer dominical y lluvioso, vi a un amigo con quien compartí zumo de cebada fermentada convenientemente embotellada en botellines e interesante plática. Este apreciado amigo me sirvió para ejemplificar, personificar, el concepto de lo que denomino balumba existencial.

 Me comentaba, preocupado a la par que esperando algún consejo o hiriente comentario que lo avivara por mi parte, que su nivel de autoestima estaba a cero pelotero. Más tarde descubrí que también el nivel de riesgos que mi apreciado amigo estaba dispuesto a asumir era cero redondo. La ecuación resultaba obvia:

 Si autoestima = 0 y asunción de riesgo = 0 ?

autoestima = asunción de riesgo

Esto expresado así, tan matemáticamente y de forma tan ininteligiblemente calculadora, tiene una lectura más popular —sabido es que la sabiduría popular es muy sabia— que viene a decir que si no te mojas el culo, no comerás peces a no ser que alguien los pesque por ti. Y como hoy en día eso de la pesca altruista no está muy de moda, probablemente termines muriendo de hambre o hastiado de ver pasar peces por delante de tus narices sin poder hincarles el diente.

Además, en este querido amigo mío confluyen las cualidades más peligrosas para darse a una tediosa y apática vida de apesadumbrada normalidad: una inteligencia tanto mayor cuanto más imperturbable es su pereza. Vamos, que es un vago de cojones, hablando castizamente.

Charlando con él, me vino a la mente una imagen esclarecedora. Me lo imaginé tumbado en el suelo con los brazos extendidos en un intento por abarcar la inabarcable bola enmarañada de las realidades del mundo que lo aplastaba sin poder quitársela de encima. Era la balumba existencial que aumentaba la fuerza gravitacional que lo oprimía contra el suelo de su propia pereza: un Homer Simpson treintañero y españolizado.

Comprendí que era misión casi imposible intentar ayudarlo. No obstante, ante su insistencia y su sobresaliente conocimiento del mercado bursátil, al cual no se dedicaba por el pavor que le daba verse con las nalgas humedecidas y sin pingües peces en sus manos, le receté un ordenador portátil para curar el mal que lo afligía. La receta se la di con cariño y sin la prescripción facultativa de un médico, sino con la de un barrendero que no debe barrer los problemas de las casas ajenas sin antes barrer los de la suya propia.

La idea era buena. Un ordenador portátil para ordenar su vida, para participar y protagonizar la película de la Bolsa, del índice Nikkei, del Dow Jones y del Ibex 35. Estoy convencido de que esa hubiera sido su escapatoria perfecta, pues ciertamente su inteligencia y capacidad de análisis son asombrosas; hubiera supuesto una inyección de energía muscular capaz de accionar sus rodillas para propinarle un chupinazo ganador a la dichosa balumba opresora, enviándola al carajo y, aliviado de la carga existencial, volver a sentir que el valor de la gravedad es ni más ni menos que 9,8. Sin embargo, dije al comienzo de este relato que mi amigo es tan listo cuan vago. Por consiguiente, retomando el lenguaje matemático:

Si, dado un conjunto vital, la

 

inteligencia = pereza

y la

autoestima = asunción de riesgo = 0,

 

el resultado no es otro que aguan babalumba balambambú

 

Michael Thallium

La armonía, Schönberg y el coaching

Pentágono mente Michael ThalliumLa armonía proviene del griego harmós que significa ajustamiento, combinación. Tradicionalmente, la armonía se refiere a la música, a esa combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes, a ese arte de enlazar y formar los acordes. También se refiere al lenguaje: “bien concertada y grata variedad de sonidos, medidas y pausas que resultan en la prosa o en el verso por la feliz combinación de las sílabas, voces y cláusulas empleadas en él”. Una tercera acepción en el diccionario de la R.A.E. alude a la conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras. Hablamos de la armonía en la vida, en las relaciones: amistad y buena correspondencia.  Y de armonía también se habla en las disciplinas de crecimiento y desarrollo personal.

Una de las personas que sin duda alguna supo más de armonía fue Arnold Schönberg, compositor, pedagogo y pintor austriaco que más tarde se nacionalizó estadounidense. Escribió un jugoso tratado de armonía que consagró a la memoria de Gustav Mahler. Sin entrar en detalle, he de decir que al releer el prólogo a la primera edición de su Harmonielehre, fechado en Viena, el 11 de julio de 1911, me he dado cuenta de que sus palabras reflejan muy bien la filosofía de eso que se está poniendo tan de moda en los últimos años: el coaching. Teniendo en cuenta que aquello lo escribió hace casi 100 años, no está nada mal:

Este libro lo he aprendido de mis alumnos.

Cuando yo enseñaba, jamás me propuse decir al alumno sólo “lo que yo sabía”. Más bien buscaba lo que el alumno no sabía. Sin embargo, no era esta la principal cuestión, a pesar de que yo, por esto mismo, estaba ya obligado a encontrar algo nuevo para cada alumno, sino que me esforzaba en mostrarle la esencia de las cosas desde su raíz. Por eso no existieron nunca para mí esas reglas que tan cuidadosamente instauran sus redes en torno al cerebro del alumno.[i]

Hace unas semanas, en un taller de supervisión de coaching, le oí decir a Leonardo Wolk algo así como que del coaching aún queda mucho por debatir. Estoy de acuerdo con él –quizás vendría más al caso decir en armonía– en tanto y cuanto estamos hablando de una disciplina que parece estar poniéndose de moda, y casi todo lo que está de moda es discutible. Para empezar, en castellano, las palabras coaching, coach, coachee me chirrían. Yo mismo las empleo en el desempeño de mi actividad profesional. Sin embargo, ansío su desaparición o transformación. Carmen Cayuela, coach superdotada especializada en inteligencia emocional, habla de mediación personal, algo que me parece muy acertado. Así el coach es un mediador. Obviamente, no está tan en boga presentarse en una empresa y decir que eres mediador personal. Da mucho más empaque y postín decir: soy coach.

Arnold Schönberg no fue coach, pero tenía muy claro, hace ya un siglo, cómo sacar el potencial del interior de sus alumnos para descubrir aquello que no sabían desde la raíz. Fue un incomprendido… Y de armonía, Schönberg, sabía un rato.

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[i] Extracto del comienzo del prólogo de la primera edición del Tratado de armonía, traducido por Ramón Barce.

La humanocracia

(Escrito en diciembre de 2005)

Michael Thallium PaintingHace algunos meses, apunté unas reflexiones en el cuadernillo del que suelo acompañarme cuando salgo a pasear o voy de viaje. Suele ocurrirme algo típico, a saber: que el recuerdo de esas reflexiones, de esas ideas escritas a ratos perdidos en cafeterías, bares, coches de tren, estaciones o aeropuertos se corresponde muy vagamente con lo que verdaderamente escribí. Es como si el recuerdo contuviese mejor todas las ideas y su perfecta formulación. Así, cuando releo lo escrito, me doy de bruces con el muro de la evidencia: dejé más en el tintero que sobre el papel, es decir, que me dice más lo que hay en mi caletre que lo que de mi mano salió.

Me ocurre así con la palabra humanocracia. No sé por qué, llegué a pensar que ya había escrito algo sobre ella, pero no aparecía por ningún sitio más que en mi imaginación. No obstante, los motivos por los cuáles pensé en ella son claros. Hastiado por los nacionalismos políticos y religiosos de toda índole, mis reflexiones de marras se basaban en la impotencia que uno siente al comprender que es casi inútil ir en contra de la mayoría, lo cual conlleva ir en contra de los poderosos medios de comunicación. Los argumentos o razones que un individuo puede presentar para convencer a esa mayoría son, en ocasiones, estériles. Mayorías o minorías pueden estar equivocadas por igual. El desasosiego surge cuando el individuo tiene que enfrentarse a esas mayorías mayoritarias o a esas minorías minoritarias —en cualquier caso,  mayoritarias frente al individuo— y se ve solo o marginado ante los demás. Aún reconociendo que el camino del individuo solitario y empecinado en contra de los demás que “se equivocan” puede ser un argumento para las dictaduras —igual de perniciosas que los nacionalismos—, lo cierto es que la democracia es un sistema abocado al cambio.

La democracia tiene unas virtudes que todos debemos defender, pero es un sistema que hay que perfeccionar para aumentar las posibilidades y el bienestar de todos los seres humanos. Ese perfeccionamiento nos llevaría a un nuevo sistema de convivencia y libertad. Históricamente, cada sistema político ha sido la respuesta práctica a un determinado tipo de organización social con el fin de favorecer la convivencia entre personas, independientemente de que en muchos casos esa convivencia se base en la injusticia o el desequilibrio. Dictadura, monarquía, oligarquía, autarquía, teocracia, aristocracia, oclocracia… todas ellas son palabras que se refieren a distintos sistemas políticos. ¿Cuál sería ese nuevo sistema que garantizase los valores y derechos individuales y que favoreciera la convivencia entre seres humanos? Inventarlo sería un interesante ejercicio.

Es en este punto donde, frente a democracia (gobierno del pueblo), propongo el término humanocracia (gobierno de seres humanos). Cada pueblo tiene su frontera, su religión, su lengua, su cultura, su color de piel… La verdadera convivencia se produce entre seres humanos.

Habrá muchas personas que piensen que lo que propongo —por el momento, un mero nombre— es una consecuencia de unas inútiles reflexiones teóricas tan abstractas como utópicas. Sin embargo, por lo que concierne a la convivencia entre seres humanos, prefiero como modelo la utopía a la distopía. Una reflexión distópica me haría ver las cosas tan negras que, ante las democracias basadas en una economía consumista e insolidaria, no se me ocurriría más desenlace que el auge de los nacionalismos y la guerra.

No lo dije antes: los nacionalismos políticos no solo me hastían —que ya es bastante— sino que los considero perniciosos, insanos, limitadores… Los nacionalismos políticos son una falsa representación de una nación. Los nacionalistas que se alzan en defensa de un pueblo, aun reconociendo la buena voluntad de alguno de ellos, obvian que el ser humano está por encima de una nacionalidad. La nacionalidad es circunstancial —en muchos casos, bien es cierto, también condicionante— pero el ser humano es sustancial y debiera tomarse en consideración por ser simplemente eso: humano.

Quizás algún día, al releer estas palabras, me dé cuenta de que ni siquiera las recuerdo y que, en realidad, no era mi intención escribir a ratos perdidos sobre una humanocracia que nunca llegó, sino de la guerra que siempre nos acompaña, de la guerrarquía. ¡Vete tú a saber de últimas intenciones…!

Michael Thallium

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Las lorzas y el choteo

Tengo una buena amiga, a quien conozco desde hace más de 25 años, que desconvino conmigo en la valoración, más bien diría yo apreciación, de lo que para mí era, si no un piropo, cuando menos una carantoña verbal. Ella no lo vio así, sino más bien al contrario, como un impertinente improperio. Vaya de antemano mi solicitud de perdón si en algo la ofendí. Sin embargo, permítanme justificar sentimentalmente o emocionalmente –quizás no tenga argumentos intelectuales suficientes? el porqué de aquello que para ella fue un descarado dicterio. Admito que quizás abusé de la confianza de los años, pero no con premeditación y, menos aún, con alevosía. ¿Qué es lo que dije? Algo tan sencillo como: “Hola, Mislorzas, a ver cuando me dejas tocarte las lorzas”. Quizás ella se dejó llevar por esa moda actual de las nominaciones y concursos de belleza y lo interpretó a la inglesa: Miss Lorzas. Entonces, bastante molesta, me reconvino y me dijo que ya valía de tanto choteo y que no había lugar a mi impertinencia. Obviamente, me disculpé, pero enseguida me golpeó el ramalazo semántico y me puse a indagar en el significado de lorzas y choteo.

Según el diccionario de la R.A.E., el vocablo lorza proviene de alforza y significa “pliegue que se hace en una prenda para acortarla o como adorno”. Sin embargo, el Diccionario del español actual de Manuel Seco recoge una segunda acepción que es a la que yo me refería con aquello de Mislorzas, a saber: “pliegue que forma la carne debido a la gordura”. He de decir que mi amiga no está gorda en absoluto. Antes bien, tiene un cuerpo garrido ?galano, elegante? y muy atractivo. Y las lorzas de marras son muy suaves. Lo sé porque ya se las toqué alguna vez, pero en esta última ocasión, en lugar de tocarle las lorzas, parece ser que le toqué a mi amiga más bien las narices. Una vez más, disculpas pido.

En cuanto a choteo, proviene del verbo chotear que significa bromear o divertirse a costa de alguien. Chotear, a su vez, proviene de choto, la cría macho de la cabra mientras mama. Digo yo que lo de chotear vendrá del alborozo chotuno cuando el cabrito mama durante los primeros meses de vida y que, con el tiempo, ese choteo mamario pasó a tener una acepción más burlesca y se hizo sinónima de guasa y pitorreo. Sirva como recuerdo que la expresión huele a chotuno significa “despedir cierto mal olor semejante al del ganado cabrío” –similar también, dicho sea de paso, al olor que hay en algunos gimnasios y en los vagones del Metro a la hora punta.  Es probable que a lo que le oliera a mi amiga realmente fuese a choteo en vez de a chotuno, y por eso se molestó tanto con mi comentario inoportuno.

En mi indagación semántica, lo chotuno me llevó al chotis, baile típico de Madrid que, curiosamente, no es madrileño sino alemán –en realidad, escocés. Chotis proviene del alemán schottisch, que significa escocés. Parece ser que este baile tuvo diversos nombres, entre ellos el de polca alemana. Llegó a Madrid en 1850, y se bailó por primera vez en el Palacio Real la noche del 3 de noviembre con el nombre de polca alemana. Después, se convertiría en el baile del pueblo madrileño y castizo.

Yo soy madrileño, hablo alemán y tengo muy buenos amigos en Escocia. Reivindico mi derecho a tocar mis lorzas –las de mi amiga? porque los años de amistad me confieren ese impertinente derecho. No me choteo de ella ni tampoco me gustaría que mis palabras olieran a choteo. Ojalá pudiera bailar el chotis con ella en Escocia y susurrarle al oído con el alborozo del choto recién nacido: “Querida Señora, por vuestras lorzas muero”.

Michael Thallium

Las campanas, el tilín y el tolón

Los hay quienes oyen campanas y no saben dónde. Me refiero a esas personas que entienden mal una cosa o tergiversan una noticia. Yo debo de ser de esas, sobre todo cuando hablo de asuntos del corazón con mujeres. Ciertamente, parece que no he oído campanas, es decir, que carezco del conocimiento de las cosas comunes, en este caso, para las mujeres. Me explico. Hace unos días, hablando al teléfono con una amiga, al preguntarle yo por sus amoríos, ella me respondió con cierto desencanto que no había nadie que le “hiciera tilín”. Conociendo su nivel de exigencia y altas expectativas amorosas, yo le repuse: “Es que a ti, más que hacerte tilín, tienen que hacerte tolón”. ¡Que cada cual interprete lo que le venga en gana!

Sabido es que tilín es la palabra onomatopéyica que se refiere al sonido de la campanilla. Hacer tilín es caer en gracia, lograr aprobación, inspirar afecto. Aunque mi amiga tiene tilín, es decir, gracia y atractivo, ella lo que espera es que un hombre le haga tolón con su majeza, su guapeza y toda su hombría. Cabría esperar que si a la campanilla le corresponde tilín, a la campana le correspondería tolón. Hete aquí que consulto el diccionario de la R.A.E. y define así tolón: “m. And. tolano. U. m. en pl”. Traducción al castellano llano: “sustantivo masculino típico de Andalucía que significa tolano y que se utiliza mayormente en plural”. La definición de la R.A.E me sirve de poco, más teniendo en cuenta que tolano es una enfermedad que padecen las bestias en las encías –quizás por eso se diga que a uno le pican los tolanos cuando tiene hambre?. Por favor, que mi amiga esté tranquila, que no me refiero con eso de que le hagan tolón a que a un hombre le piquen los tolanos y se la coma en un tilín, es decir, en un tris.

Una vez más, recurro al Diccionario del español actual de Manuel Seco y me encuentro con la siguiente definición de tolón: interjección que se usa, normalmente repetida, para imitar el sonido grave de una campana o algo similar. A veces se sustantiva como nombre masculino. Y pone el siguiente ejemplo: Sonaron las campanas: Tolón, tolón. Echemos pues las campanas al vuelo, pues esta es la acepción a la que yo me refiero.

Retomando el asunto de la conversación telefónica con mi amiga, cuando le dije que a ella un hombre no tenía que hacerle tilín sino más bien tolón, me refería a que tendría que ser capaz de hacer sonar las campanas del matrimonio en su vida. No obstante, supongo yo que tan atrevido caballero debiera también ser lo suficientemente apasionado como para que los tolanos le picaran el erotismo de mi bella amiga. Dicho de otro modo, que cuando mi amiga lo requiriera sonando la campanilla, tilín, tilín, el apuesto caballero acudiese raudo, tolón, tolón que me molas un montón.

Michael Thallium

La lengua y la mundialización

(Escrito en 2005)

Michael ThalliumEsencialmente, lo que diferencia al ser humano de los animales es la lengua, y no me refiero al músculo que nos ayuda a articular sonidos y conformar palabras, sino a la capacidad de pensar con palabras. Somos esencialmente verbales, nos pasamos la vida hablándonos a nosotros mismos. Eso precisamente es lo que nos hace humanos. Al nacer, tenemos alrededor de nosotros a personas que emiten sonidos y que nuestro cerebro va registrando hasta que, por arte de birlibirloque, un buen día, surge de nuestra boca un sonido con forma de palabra. Aprendemos sonidos por imitación, luego asociamos esas palabras sonoras con objetos y luego con conceptos. El mundo lo pensamos con palabras. Igual que aprendemos una lengua, aprendemos el mundo. Nos dicen esto se dice así o no se dice así; esto es la Tierra, esto son los océanos, esto es Asia, esto es China, aquí hablamos chino, esto es Pekín, este eres tú. Con el paso del tiempo, uno se va dando cuenta de que las cosas no son como uno las ha aprendido. Así como la lectura sirve para aumentar el vocabulario—el verbo, la palabra—, así viajar aumenta los puntos de vista. Lengua es cultura, no solo palabras.

Hace años tuve oportunidad de servir de intérprete a un señor húngaro de cincuenta y tantos años que vino a España para informarse del funcionamiento de las cooperativas. Nos entendíamos en inglés. Recuerdo que el último día de su estancia, mientras almorzábamos, mantuvimos una conversación muy interesante. Al decirle yo cuán curiosa me resultaba la situación de comunicarnos y entendernos en inglés, siendo él húngaro y yo español, me relató una anécdota que le ocurrió cuando era chico y fue a visitar a un amigo de su padre en Budapest. Quedó fascinado al ver que en aquella casa había una biblioteca. El buen amigo paterno, un señor mayor y sabio, lo puso encima de sus rodillas y le dijo: “¿Ves todos esos libros? Eso es el mundo. ¿Ves esa estantería pequeñita de ahí? Esos dos libros son húngaros. Aquella estantería más grande y con más libros contiene libros alemanes, y aquella todavía más grande, son franceses. ¿Ves aquellas tres estanterías? Rusos. Y toda aquella pared, españoles. Y todas aquellas estanterías, ingleses. Y aquellas dos paredes, chinos. Si solo hablas húngaro, esa es la pequeña parte del mundo que conocerás. Cuantas más lenguas hables, mejor conocerás el mundo”.

No creo en el determinismo lingüístico, aunque es obvio que una lengua determina con quién puedes comunicarte. Obviamente, si hablo vasco, por ejemplo, solo podré comunicarme con alguien que entienda vasco.

Últimamente ocurre un fenómeno extraño. Las distancias físicas cada vez se hacen menos insalvables y aumentan las formas de comunicación y de transmisión de información. Sin duda, el medio por excelencia de transmisión de información es la lengua, la palabra, en definitiva. Su plasmación más vanguardista se encuentra en la Internet. La lengua predominante es la inglesa. Ese predominio es contradictorio. Por una parte, los que vivimos en lo que se ha convenido en llamar Occidente, creemos que el mundo es de una forma. Los que viven en el convenido Oriente o en el denominado Tercer Mundo, ven el mundo de otra forma. Unos se echan la culpa a los otros y toda generalización es imprecisa. Dentro de Occidente también hay muchos y distintos puntos de vista, de igual modo que en Oriente o en el Tercer Mundo. No conviene olvidar tampoco, que el fin eminentemente práctico de una lengua es la comunicación. Si no necesito hablar una lengua extranjera para vivir, solo hablaré la lengua que he aprendido desde pequeño y, probablemente, me interesará más bien poco la cultura de lo extranjero.

Sin embargo, dadas las características de las sociedades que creamos sin darnos cuenta, estamos abocados al contacto con lenguas extranjeras, por consiguiente con culturas de otra índole que serán más o menos afines en función de la proximidad geográfica y de los vínculos históricos o políticos. Quien no entienda esto ni se adapte, se verá inmerso en un conflicto personal y social. La mundialización es imparable a menos que se produzca un retroceso en el desarrollo de la humanidad.

No digo que esta mundialización dependa solo del conocimiento de otras lenguas, aunque si queremos entendernos, tendremos que utilizar irremediablemente palabras. La lengua que se verá más afectada por este proceso es la inglesa, que la habla desde un inglés, pasando por un estadounidense, hasta un chino, un árabe, un japonés o un español… Habrá lenguas que desaparezcan, probablemente las minoritarias y que no tengan un fin práctico (comercial o de intercambio). Seguramente, surgirá una nueva lengua fruto del “entendimiento” y del contacto entre las distintas culturas mundiales. Y digo bien al hablar de “entendimiento”, porque la gran paradoja a la que nos enfrentamos es la de comprobar que con mejores medios de transmisión de información, el disentimiento parece ser mayor. Cuanta más información, menor comunicación.

Dentro de unos 20 años, la población más joven estará concentrada en los países africanos, asiáticos y en el continente americano. Europa, el Mundo Occidental, dependerá de esa población joven.

Michael Thallium

Global & Greatness Coach
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