La pista de aterrizaje se avistaba ya desde el aire con la perspectiva privilegiada de la cabina del piloto del avión que iniciaba la maniobra de aproximación para tomar tierra en el aeropuerto de Barajas.
A tres kilómetros de la terminal de pasajeros, en una de las oficinas prefabricadas desde las que se supervisaban las obras de ampliación del aeropuerto de Barajas, Rufino Maldonado observaba aterrizar los aviones. Era mayo y hacía un sol abrasador. La noticia se la había tomado bien, porque no era algo que lo hubiese pillado por sorpresa. Un mes y medio antes, su jefe ya le había comunicado que el informe de calidad del mes de abril sería el último que Rufino haría, con lo cual dedujo que, dado que los informes mensuales se presentaban los quince de cada mes, sus días en aquella empresa estaban contados. Además, dos semanas antes había firmado la carta de despido. Aquella mañana, su jefe le comunicó que aquel era su último día de trabajo. Le agradeció sinceramente la labor desempeñada reconociendo la validez y eficacia de Rufino, pero, lamentablemente, el volumen de trabajo caía en picado y la empresa debía recortar gastos.
Viendo aterrizar aquel avión desde la ventana de su prefabricada oficina de calidad, Rufino se preguntó cómo se verían desde las alturas las pistas cuya construcción había estado supervisando. Supuso que para tomar tierra a tanta velocidad había que tener un control total sobre el avión… Unos aterrizan y otros despegan, pensó. Ciertamente, tenía la sensación de que su cuerpo se despegaba de la tierra sin rumbo determinado después de haber estado trabajando durante tres años en la UTE, una unión temporal de empresas multinacionales que realizaban las obras del ampliado aeropuerto de Madrid-Barajas. Aún quedaban obras por hacer, pero lo que a él le atañía, la supervisión de la calidad de obras, parecía haber tocado a su fin. Sin embargo, Rufino tenía la esperanza de que, después de aquellos tres años de eficacia probada, alguna de las multinacionales que formaban la UTE le ofreciera trabajo, con lo cual conseguiría uno de sus objetivos: trabajar en una multinacional. De hecho, ya le habían pedido el currículo. Trabajar para una multinacional le aportaría seguridad y calidad de vida. Sí, una multinacional… Mirando por la ventana también vio que aquella multinacionalidad de las grandes empresas se reflejaba en la mano de obra barata que se subcontrataba para llevar a cabo las obras: negros africanos (guineanos, nigerianos, senegaleses…), marroquíes, polacos, rumanos (soldadores muy valorados en el mundo de la construcción), ecuatorianos, colombianos… Sin duda, eran multinacionales. Él no debía preocuparse demasiado por la situación de desempleo en la que se encontraba desde hacía una hora. Era arquitecto técnico y un arquitecto técnico en paro recibe el máximo de prestación por desempleo… así que el INEM movería el culo para ofrecerle un puesto de trabajo lo antes posible y evitar el gasto derivado del pago de su prestación.
Recogió algunos libros y apuntes suyos que tenía en la oficina y se marchó. Salió por la puerta y sintió la bocanada de calor que golpea el cuerpo cuando abandona un lugar cerrado con aire acondicionado para salir al aire libre abrasada por el sol de las doce del mediodía. Metió los libros en el maletero y abrió la puerta del conductor de su automóvil mirando por última vez aquellas oficinas. Tenía una sensación extraña. Por una parte, la satisfacción del trabajo y deber cumplidos, saber que la gente lo valoraba. Por otra, pena por tener que dejar a sus compañeros después de tres años… pero albergaba la esperanza de entrar en alguna de las empresas de la UTE. Salió del aparcamiento. Al llegar a casa, debería comunicarle a sus padres que lo habían despedido. Vivía con ellos y con una hermana tres años mayor que él. Rufino y Roberta Maldonado, que así se llamaba su hermana, se llevaban bien a pesar de tener personalidades muy distintas. Roberta había dejado los estudios y, con dieciocho años, había comenzado a trabajar de limpiadora en una fábrica, luego de cajera en unos grandes almacenes, de dependienta en una tienda de ropa y, últimamente, a sus trenta y tres años, de teleoperadora en una empresa de telefonía móvil. Tenía un novio croata con el que llevaba saliendo seis años. No lo amaba; lo quería más por el roce del cariño que por la costumbre del amor, lo cual la hizo descuidarse. Estaba gorda. No tenía planes de casarse ni de tener hijos ni de formar una familia. La idea de quedarse embarazada la aterrorizaba. Vivía a gusto con sus padres yendo al piso de su novio los fines de semana y disfrutando de los favores de algún que otro inmigrante a espaldas del croata. Rufino había estudiado una carrera, había hecho el servicio militar, había cumplido siempre en el trabajo. Era un hombre formal, serio, recto, cumplidor. Roberta representaba la sabiduría popular; Rufino, el conocimiento académico. Ella, la extraversión y la inteligencia desaprovechada; él, la introversión y la aplicación del método oportuno. La promiscuidad y la fidelidad cara a cara. Por ser mayor, Roberta quería mucho al niño, su hermano, porque había conseguido lo que ella no pudo conseguir debido a su estúpido y reconocido coqueteo con la pusilanimidad y la holgazanería. Él, por ser menor, respetaba a su hermana, porque siempre le había dado buenos consejos cuando los necesitó. Sin duda, si alguna vez tuviera un problema, a pesar de sus distintas condiciones, Rufino no dudaría ni un segundo en acudir a su hermana. Deseaba para sí la extraversión de su hermana. No la envidiaba.
Al salir del aparcamiento, le vino un pensamiento a la cabeza. Era curioso, pero después de haber pasado tres años en aquel lugar, jamás había estado en las terminales de pasajeros. Qué contradicción participar en la ampliación de un aeropuerto que apenas conocía. Instintivamente, dio un golpe de volante y, en lugar de tomar la dirección de salida a la autovía, tomó el desvío que conducía al aparcamiento de una de las terminales. Había muchos automóviles estacionados y le resultó difícil encontrar un hueco libre cerca de la entrada de la terminal. Sin embargo, aplicó una vez más en su vida el método oportuno de la paciencia y, tras diez minutos dando vueltas por las rectas callejuelas simétricamente enredadas en líneas paralelas y perpendiculares, encontró el hueco deseado.
Entró a la terminal por las puertas automáticas que se abrieron a su paso. Allí se encontró con un ir y venir de gente con maletas, bultos y bolsas. Las sugerentes voces de la megafonía anunciaban las salidas de los vuelos o avisaban a algún que otro despistado pasajero al que se rogaba acudir a una u otra puerta para no perder el vuelo. En la hilera de los mostradores de las distintas compañías aéreas se hacían colas de pasajeros que, pacientemente, esperaban su turno para sacar los billetes y facturar el equipaje. Algunos se sentaban en el suelo, quizás agotados por las muchas horas de espera o aburridos por las largas horas de viaje que les esperaban. Dos guardias civiles, un hombre y una mujer, pasaron por delante de Rufino conversando sobre las infidelidades de algún personaje famoso mientras velaban por la seguridad de las miles de personas que a diario concurrían aquel aeropuerto. La cola más larga era la que se extendía zigzagueante ante los mostradores de las aerolíneas indias. Una numerosa familia de hombres de piel oscura con barba y turbante y de mujeres con coloridos vestidos de seda fina y con lentejuelas en la frente formaban corros en los que charlaban en una lengua desconocida e ininteligible.
Rufino sintió ganas de ir al cuarto de baño. Su cuerpo le daba claras señales de necesitar evacuar el líquido que ya hormigueaba en la vejiga. Miró a izquierda y derecha en busca de unos baños. Finalmente, colgado del techo, divisó un letrero azul que señalaba, con unos muñequitos internacionalmente conocidos, el camino a los servicios más próximos. Siguiendo aquella señal, Rufino se encaminó entre aquel gentío hacia el lugar en que desahogaría su urgencia. Al entrar, oyó el sonido de los secadores de manos; a mano izquierda, vio una hilera de lavabos; enfrente, a la derecha, las puertas que encerraban las tazas separadas por tabiques de baldosín blanco y, a mano derecha, finalmente, los blancos urinarios colgando de la pared. Allí alivió la presión de la vejiga. Al terminar, pulsó el botón que diluyó con agua el líquido dorado arrastrándolo por el sumidero. Se oyó un “zip” característico de la bragueta que se cierra con celeridad. Rufino se dirigió a los lavabos para lavarse las manos con el transparente jabón azul que caía de las jaboneras al presionar el botón correspondiente. El agua estaba fría. La blanca espuma que producía el metódico roce de sus manos, una contra la otra, se borraba al contacto con el chorro de agua refrescante que producía un ruido hueco al deslizarse por el desagüe. Rufino se miró al espejo. Observó su rostro de treinta años, sus facciones sobrias, su expresión atlética, sus ojos azules salvaguardados por sus finas gafas para miopes de pasta negra, su pelo rubio. El tiempo no pasaba en balde. Era atractivo, pero las entradas comenzaban a hacerse notar. Al verse, se preguntó por qué habría dedicado más tiempo al trabajo que a su vida sentimental. Su hermana le había dicho que él era un muy buen conocedor del mercado laboral pero un inexperto ingenuo en el mercado sentimental… y eso lo pagaría caro algún día cuando se enfrentara a la realidad sentimental del mercado. Recordó que cinco años atrás había tenido una relación con una chica que apenas duró unas semanas, pero que lo dejó definitivamente marcado. Era su primera y única relación. Las cosas no funcionaron bien. Aquella chica era sin duda guapa, pero adolecía de una promiscuidad incompatible con los principios éticos de aquel metódico arquitecto técnico… o al menos eso él creía. Rufino no estaba dispuesto a perder en el juego amoroso de la conquista de la mujer amada, porque para él el amor no era ningún juego, sino una empresa en toda regla. Después de intentar sin suerte y por medio del diálogo conciliador encauzar aquella relación, perdió el primer y único asalto en aquel mercado sentimental al que se había lanzado. Ella jugó con él y él no supo seguirle el juego. Rufino lo achacó a su inexperiencia e incluso reconocía su cincuenta por ciento de culpa. La asumía, pero no estaba dispuesto a cargar con el cincuenta por ciento de la parte contraria. El asunto es que, después de aquel fracaso, Rufino se refugió en el trabajo, se volvió aún más introvertido. Dado que no podía triunfar en el amor, triunfaría en el mercado del que su hermana decía que era muy buen conocedor: el laboral. Así lo hizo, aplicando el método anestésico en los sentimientos. La ascensión profesional era la excusa perfecta para no prestar atención a la absurda pasión de quienes desprecian la satisfacción del deber cumplido… Pero, ¿qué ocurriría ahora que se había quedado sin trabajo? Cerró el grifo y pulsó el botón del secador para que el aire caliente secara sus manos.
Al regresar al vestíbulo de la terminal, sintió sed. Así que decidió buscar algún bar, cafetería o restaurante para beber algo o incluso almorzar. No tenía ninguna prisa. Ahora que no trabajaba no había excusas para no dedicar tiempo a eliminar una de las características de su personalidad que más se reprochaba: la introversión. Era como si al haberle arrebatado el empleo, con él también se hubieran esfumado sus propiedades anestésicas y los sentimientos se despertaban del letargo de los años. Estaba claro que, hasta que lo llamaran de otra empresa, cosa que presumía que no se demoraría mucho, se dedicaría a hacer algún curso y prepararse las entrevistas de trabajo, pero también intentaría cambiar esa actitud suya tan reservada con las mujeres. Sin embargo, le chocaba que ninguna mujer se hubiera fijado en él, pues tenía todas las virtudes que una mujer busca en un hombre: serio, trabajador, honrado, formal y fiel… Claro que no contaba con que aquellas virtudes, llevadas al extremo, podrían producir el más desolador aburrimiento en una pareja. Quizás fuera una persona demasiado previsible. Probablemente, era inflexible, demasiado recto en el juego amoroso. Gran parte de su formación académica se la había pasado trazando líneas paralelas, perpendiculares… Comprendió que, posiblemente, aquellos trazos de dibujo técnico habían marcado indefectiblemente su personalidad, convirtiéndolo a él en una persona un tanto rectilínea, técnicamente diédrica. Tenía que acabar con ello de alguna forma. Y ahora era el momento. Se tomaría unas vacaciones y conocería a más mujeres.
Volvió a buscar con la vista algún letrero que le indicara dónde encontrar una dichosa cafetería, un restaurante… Por fortuna, se topó de frente con la pareja de la guardia civil que había visto anteriormente cuando entró en la terminal. Seguían discutiendo acerca de las infidelidades ajenas. Rufino les preguntó, muy cortésmente y recordando los modos que había aprendido durante el servicio militar, si los agentes eran tan amables de indicarle dónde encontrar una cafetería. La agente, acompañada de las gesticulaciones condescendientes de su compañero, se aprestó a indicarle que debía seguir recto unos sesenta metros y que, a mano derecha, encontraría lo que andaba buscando. Rufino les agradeció la información y les deseó un buen día. Los agentes continuaron la ronda retomando aquella interesante conversación.
El traqueteo de maletas era continuo. Las personas iban y venían desplazándose por los pasillos mecánicos que hacían las distancias más llevaderas a quienes se encontraban fatigados. Rufino dio, por fin, con la cafetería. Había mucha gente. Las personas conversaban produciendo una algarabía en la que las palabras se entrelazaban resultando imposible distinguir un hilo conductor. Una masa informe de sonoras palabras disonantes, una orquesta en la que las voces se afinaban perpetuamente sin el director que pone orden con su batuta en el caos del ruido. Los sonidos eran igualmente acompañados por los sugerentes olores gastronómicos. Por un momento, Rufino pensó que sería mejor retroceder y marcharse a casa. Sin embargo, en un instante de irracional cordura, decidió que debía hacer algo nuevo que desmarcara el metronómico ritmo que había impuesto a su vida. La improvisación es buena. Debía poner en práctica un método de improvisación. Definitivamente, almorzaría allí, entre tanto viajero desconocido.
Observó que la gente hacía cola para servirse la comida del bufé. Decidió unirse a aquel grupo de personas que se servían la comida en fila india. Mientras que la cola avanzaba, sus desvelados sentimientos le hicieron reflexionar sobre el tipo de mujer que buscaba. Evidentemente, debía ser guapa, tener un buen cuerpo. Tendría que ser, además, una mujer segura de sí misma, en absoluto frívola, elegante… una amiga. Le vino a la memoria lo que le dijo en una ocasión su hermana respecto a que los hombres buscaban una mujer que fuese una señora, pero una puta en la cama. En cierta medida, Rufino compartía esa afirmación. Ahora bien, en su conjunto de valores no entraba tener relaciones de pareja con una mujer mayor que él y con hijos, por ejemplo, o con mujeres promiscuas. Más que nada porque su objetivo en la vida era formar una familia estable que no pasara apuros económicos y sin más sobresaltos que los derivados de la convivencia cotidiana.
Le llegó el turno. Tomó la bandeja y la colocó sobre la plancha deslizante. Tomó los cubiertos, el pan y las servilletas de papel. Los puso sobre la bandeja y la deslizó paralelamente al lugar en que se encontraban las bebidas. Le apetecía agua mineral sin gas. Tomó una botella. Siguió deslizando la bandeja. Las ensaladas tenían buena pinta. Tomó un plato. La carne tampoco parecía estar muy mal. Tomó otro plato. Siguió deslizando la bandeja hasta llegar a la sección de postres. No lo dudó. Tomó el arroz con leche. Desde pequeño era su postre predilecto; siempre que podía tomaba arroz con leche, era la costumbre… Bueno, no, mejor no. Siguiendo con la aplicación del método de la improvisación, volvió a depositar en su sitio el cuenco de arroz con leche y eligió una crema que no sabía muy bien de qué era pero que, seguro, se adecuaba a las improvisadas reglas de la improvisación. Había que dar rienda suelta a la espontaneidad. Al final de la cola, esperaba la cajera quien le comunicó impasible que el almuerzo le costaría treinta euros. A Rufino le pareció un poco caro. Una pieza pequeña de pan, una botella pequeña de agua mineral sin gas, un exiguo plato de ensalada, un filete con poca salsa y cuatro patatas fritas y un improvisado postre de crema desconocida. Mmmm, sin duda la sorpresiva cuenta le resultaba demasiado espontánea… pero la espontaneidad era también amiga de la improvisación. Sacó un billete de cincuenta euros de su cartera y pagó con un improvisado dolor de corazón. Todo fuera por la causa.
Saldada la deuda con la impasible cajera, oteó el comedor que se extendía enfrente de él. Casi todas las mesas estaban ocupadas. En una se encontraba un matrimonio joven con un niño pequeño a quien la madre intentaba dar de comer sin éxito; en otra, un grupo de jóvenes excursionistas con las mochilas tiradas por el suelo, en otra un escocés con falda y sin gaita sentado junto a dos señoras presumiblemente escocesas también, en otra una pareja de alemanes discutiendo acaloradamente, en otra unos japoneses inmortalizando con sus cámaras fotográficas aquel almuerzo… Al fondo del comedor vio una mesa que solo estaba ocupada por una mujer que leía un libro. Rufino se aproximó y, muy cortésmente, le preguntó a aquella desconocida si le molestaba que se sentara a aquella mesa para almorzar. Era una mujer joven. Rufino le echaba unos veintiséis años, aunque su habilidad para calcular edades dejaba muchísimo que desear. La joven alzó la vista del libro. Con una amable sonrisa y un ademán invitador dio a entender que en absoluto la molestaba. Prosiguió leyendo.
Rufino se sentó. Sacó el pan del envoltorio de plástico transpirable que lo protegía del manoseo de tanto transeúnte y procedió a probar la ensalada. Estaba sosa, le faltaba un poco de sal. Miró en derredor pero no encontró ningún salero, ni tampoco vinagrera ni aceitera. No le quedó más remedio que comerse la ensalada tal cual. Tomó el cuchillo y cortó un trozo de carne. La carne se adivinaba dura… No estaba mal de sabor, pero estaba un poco dura. Pinchó con el tenedor una patata frita, aceitosa y jugosa a la vista, pero correosa y fría al gusto. No quiso ni pensar a qué sabría el misterioso postre. Mientras masticaba aquel primer trozo de carne, observó a la mujer que tenía delante. Leía un libro del cual aún no podía distinguir el título. Tenía el pelo recogido con un pincho que dejaba caer una graciosa coleta amoñada. Llevaba un traje blanco muy elegante. Los ojos salvaguardados, como los de él, por unas finas gafas de diseño italiano apuntaban una expresión muy atractiva e intelectual. Los labios y las facciones de aquella extraña resultaban muy sugerentes. Ella alzó la vista del libro y se topó con la mirada observadora de él. Rufino apartó la vista, disimulando, para meterse en la boca otro trozo de aquel filete de trapo. Ciertamente, estaba duro. Tomó pan y un poco de ensalada para pasarlo mejor. Pensó que también era mala pata que, después de que lo hubieran despedido aquel día, también le hubieran dado una patada gastronómica con aquel almuerzo. Bebió un poco de agua. Al menos el agua estaba fresca, sin sabor pero fresca. Miró de reojo a la hermosa joven que lo acompañaba a la mesa. Había reanudado la lectura. Se fijó en las manos. Tenía unos dedos finos y largos con uñas cortas. Eso le gustaba: las uñas, mejor cortas. Las uñas largas le parecían de mujeres de dudosa reputación. Sabía que aquel pensamiento era provocado porque la joven con la que había fracasado años atrás tenía las uñas largas. A la sazón, las uñas largas no le molestaban excesivamente, pero después de aquel suceso, comenzó a odiarlas. Pinchó otra patata frita y otro trozo de carne. Masticó. Evidentemente, aquella silenciosa compañera de mesa era muy atractiva. No podía verle el cuerpo, porque estaba sentada. Sin embargo, la camiseta elegantemente ceñida al escultural busto dejaba adivinar unos pechos discretamente llamativos. Ni mucho ni poco. Lo justo y muy bien puesto, pensó Rufino. La elegantísima caída de las mangas de aquella deslumbrante chaqueta blanca formaba al final de la tela viscosa un pequeño hueco por el que se asomaban unas delicadas muñecas. Los gestos de aquellas manos eran lánguidos, proyectados como a cámara lenta. No podía verle las piernas, pero supuso que estarían cruzadas dado que se hallaba ligeramente reclinada sobre el respaldo de la silla de dudosa ergonomía. Sí, aquellas sillas eran un tanto incómodas. El plástico rojo y un diseño sugerente a la vista no se correspondían con la dolorosa sensación que aquellas sillas producían en las nalgas de quienes reposaban el peso sobre ellas. Seguramente, las habrían elegido adrede para que la gente permaneciera el tiempo estrictamente necesario en aquel algareado comedor. El trasiego de miles de personas en el aeropuerto, unido a la consigna empresarial de obtener el mayor beneficio en el menor tiempo posible, hacía imprescindible que los asientos proporcionasen una comodidad sobria, justa y necesaria. No le extrañaba a Rufino que, con esos precios desorbitados y la discutible calidad de la comida, quienes fueran los propietarios de aquella cafetería-restaurante obtuvieran unos pingües beneficios a fin de mes. Aquel improvisado dolor provocado por los treinta euros que había pagado en la caja volvió a atacarle el corazón.
El filete no había ya quien lo tragara. Había ido perdiendo el calor que disimuló su dureza hasta entonces y, al quedarse frío, ni el pan ni las patatas ni la desaliñada ensalada ayudaban a Rufino a pasar por las tragaderas aquella alpargata de carne. Vio que por la puerta de la cafetería entraba aquella familia india de turbantes y coloridos vestidos de seda fina que había visto media hora antes haciendo cola frente a los mostradores de las aerolíneas indias. Si hablara indio, les recomendaría fervorosamente un delicioso menú a base de ensalada y carne para, por el mero placer de fastidiar y pagarla con alguien, resarcirse de la dichosa mañanita que llevaba. Sin embargo, ni su educación ni su respetuosa urbanidad le hubieran permitido llevar a cabo aquella empresa, aunque hablase indio mejor que el más indio de los indios.
Definitivamente, aquel empanado bocado cárnico-vegetal no había quien lo tragara, pero por respeto hacia quien tenía enfrente, no hizo el feo de escupirlo y lo engulló como pudo con otro trago de agua, al menos, fresca. La rigidez de aquella maniobra agudizó la sensación de dolor en las nalgas. ¡Qué joder! Le dolía el culo, lo cual le hizo imaginar cómo sería el de aquella lectora bellísima. La prueba de fuego sería ver cómo tenía el trasero esa joven cuyos ojos se movían de izquierda a derecha siguiendo el compás marcado por los renglones del libro del que Rufino aún no había sido capaz de averiguar el título. Era imposible que aquella joven fuera perfecta, algún defecto tenía que tener. Seguro que cuando se levantara de la silla tendría un culo gordo que estropearía la buenísima impresión que hasta entonces había causado al arquitecto técnico. Y, de no ser así, seguro que tenía novio. Por un tic instintivo e irracional, seguramente debido a su falta de confianza en el terreno sentimental, Rufino miró a un lado y a otro por ver si aparecía el imaginario novio. Daba igual, si no estaba allí, seguro que la estaría esperando en alguna otra parte. Era imposible que una mujer tan perfecta, perfección que aún estaba pendiente de confirmación cuando se levantara del asiento, no tuviese novio… y, además, seguro que se trataría de un gilipollas impresentable. Aunque, por otra parte, una mujer tan hermosamente intelectual no tenía por qué tener necesariamente novio. Quizás, igual que él, era una inexperta en el mercado de los sentimientos. Las apariencias, a veces, engañan y personas que dan la impresión de tenerlo todo controlado, de ser muy seguras de sí mismas, en realidad, son unas tímidas e introvertidas de campeonato. Volvió a mirar disimuladamente el rostro de aquella mujer, estudiando la actitud indiferente o el absorto interés que presentaba ante lo que parecía ser una entretenida lectura.
El postre, aquella desconocida crema de un color verdecino, parecía contemplarlo desafiante, como diciendo: “Bueno, ¿qué?, ¿me vas hincar el diente o no?” Rufino se lo pensó. Ya había tenido bastante con la carne como para aventurarse ahora con un dudoso postre. Volvió a beber agua por ver si se le aclaraban las ideas. La elección de aquel raro postre había sido la decisión más improvisada que había tomado aquel día, aparte de la de conocer la terminal del aeropuerto. Tomó la cucharilla y la sumergió en la esponjosa crema. No se lo pensó dos veces. La improvisación era la improvisación. Sin reparos introdujo la dosis cremosa en la boca. No estaba mal. Ignoraba de qué estaría hecha. El color era tirando a un verde esponjoso muy claro, pero no sabía qué sabor darle. En cualquier caso, era un sabor agradable. Estaba rico. Por fin, algo había salido bien.
La joven apartó la vista del libro que leía y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa no sin antes haber puesto el billete de avión a modo de improvisado marcapáginas. Se quitó las gafas y se frotó los ojos, desperezándose, estirándose hacia atrás. Aquel movimiento hizo reafirmarse a Rufino en la perfección de aquel busto. Dio un pequeño bostezo súbitamente cortado al darse cuenta de que él la observaba en ese momento. Sonrió e hizo un ademán como pidiendo disculpas por aquella falta de educación. Rufino devolvió aquel gesto con otra sonrisa que venía a decir algo así como que no se preocupara, que si ella supiera la mañana que él había tenido, entendería que hasta le daba las gracias por aquel bostezo revelador. Ahora, sin gafas y realzado su color por la acuosidad del bostezo interrumpido, aquellos ojos llamaban aún mucho más la atención. Eran de un verde cristalino precioso. La joven se quitó el pincho del pelo, soltándoselo. Rufino comprobó que lo que él había pensado que era un pincho, en realidad, no era más que de un lápiz de madera. La graciosa coleta amoñada se deshizo en una melena de cabello caoba con un elegante corte en capas que llegaba un poco más abajo de los hombros. El momento de la prueba de fuego había llegado. La joven se levantó del asiento y la elegante chaqueta corta que le llegaba hasta la cintura permitió a Rufino comprobar con sus ojos fascinados que el culo, efectivamente, era igual de perfecto que el busto. Era ligeramente respingón, prieto, redondito, simplemente perfecto. Y aquellas piernas cubiertas por la viscosa tela blanca de los elegantes pantalones de bajos acampanados eran largas, de inmaculadas formas. Rufino estaba fascinado. No sabía si el cremoso elixir verdecino que había elegido de postre lo habría embrujado o si aquellos relucientes ojos esmeraldinos habían despertado definitivamente sus sentimientos de aquel letargo anestésico en que habían estado. Rufino jamás creyó en el amor a primera vista. Eso era un invento efectista de las películas de cine o de novela barata, algo imposible. Sin embargo, al ver aquel monumento digno de la admiración de cualquier arquitecto, sintió que el alma se le enamoraba por primera vez en su vida de una mujer. El corazón le dio un vuelco y se puso muy nervioso. No podía dejar escapar a aquella mujer. La situación era absurda. Tenía que hablar con aquella desconocida antes de que se marchara. Pensó en cómo entablar urgentemente una conversación. Hablar de sus cualidades como hombre y de los informes de calidad que redactaba era improcedente y, obviamente, aburrido. El tiempo se le agotaba. No podía dejar marchar así a la que podría ser la mujer de su vida. Debía hablar, decir algo. El corazón se le aceleraba. Finalmente, decidió aplicar el método de la improvisación una vez más y se lanzó a la piscina amorosa sin asegurarse siquiera de si había agua. La voz salió nerviosa:
— Disculpe mi atrevimiento, señorita, pero es que llevo observándola desde que me senté a comer… Hoy me han echado del trabajo… No conocía la terminal y he decidido venir a verla después de tres años. Luego me entró hambre y decidí almorzar aquí… El filete estaba más duro que un piño y la ensalada ni le cuento… Luego la he visto a usted, que es muy guapa… El postre estaba bueno… De hecho, tiene el color de sus ojos, verde… bueno, sus ojos son mucho más bonitos… En fin, que no podía dejarla marchar sin cruzar al menos dos palabras con usted. Me llamo Rufino Maldonado, mucho gusto — terminó ofreciendo una mano temblorosa.
— Helena, Helena Boromitza —respondió ella sonriente y sorprendida.
El débil zumbido del vibrador del teléfono móvil sonaba intermitentemente atravesando la funda de cuero negra con la persistencia inoportuna de la llamada esperada que llega en medio de una reunión de trabajo y que no se debe atender. Helena miró con disimulo hacia la fuente de aquellas requisitorias emisiones, pero supo fingir una silenciosa sordera y la más absoluta indiferencia. Miró al cliente que tenía sentado enfrente de ella justo en el momento en que le asaltó la duda. Intentó proseguir con la conversación, pero quien la miraba fijamente a los ojos intuyó la desesperada urgencia de quien llamaba y la asaltante duda de la hermosa mujer que frente a él se sentaba.
— Creo que tu móvil está sonando, atiéndelo. — intervino cortésmente.
— No, no es importante. Ya hablaré luego.
La voz de aquella joven tenía el timbre de la naturalidad extranjera más dulce y sabedora de que resistir sin resentimiento era su mejor defensa en aquella situación. Creyó no adecuado contestar a una llamada que presumía hiriente, aunque había dejado el móvil conscientemente conectado para recibirla.
— No, de veras, no te preocupes. No importa, contesta. Será lo mejor. — respondió muy educadamente quien poco antes la había contratado.
— ¿Estás seguro? ¿No te importa? Quizás tengas razón. Es mejor que conteste, así nos dejan en paz. Disculpa.
Apoyó uno de sus brazos en el colchón de la cama sobre la que se sentaba e, incorporándose, estiró el otro para acallar aquel persistente zumbido intermitente proveniente de la cama de al lado. Tuvo que levantarse para responder. Lo hizo con la efímera alegría provocada por el educado y condescendiente consejo de quien permanecía aún sentado observándola, pero con la presentida incertidumbre de ignorar qué le esperaba al otro lado del teléfono. El silencio orquestado de aquel cuarto se vio súbitamente acompañado por la melodía preocupada y amorosa de una voz femenina en un diálogo musicalmente sentimental en el cual el contrapunto masculino se apagaba en el aire haciéndose inaudible. Solo se veía la versión femenina de aquella entrecortada conversación telefónica.
— Hola, ¿qué tal?… Bien… Sí… Pues aquí estoy, dónde voy a estar… No… ¿Vas a venir a verme esta noche?… No, mañana no puedo, voy a Talavera… ¿Por qué no te pasas el fin de semana?… —su tono pasaba de la reconciliación al aireado contratiempo invariablemente— Bueno, haz lo que quieras… Que sí… ¿Estás mal?…No seas tonto… Bueno, no hay mucho trabajo hoy… Métete en la cama… Ya hablaremos… Vale… Tómate un té.
Helena Boromitza había llegado a España nueve meses atrás y había aprendido español con la precaria urgencia de quien en ello le va la vida… Lo hizo con tanta avidez, que apenas quedaba en su voz rastro del país del que procedía. Tan solo un ligero acento extranjero que hacía las eses más dulcemente sonoras y las erres más delicadamente fuertes. De aquellas verdes tierras transilvanas en que nació solo quedaba el recuerdo y el anhelo de, quizás, regresar algún día para vivir bien. Era aún muy joven y su cuerpo de apenas veintiún años era portador no solo de la más hermosa juventud, sino también de la contradictoria belleza de una inteligente mujer que se sabe deseada a la vez que maldita. Emigró a Bucarest para estudiar magisterio por complacer a sus padres a la par que trabajar míseramente de camarera en un prestigioso restaurante de la capital para pagarse los estudios. Al terminarlos, viéndose sin vocación y descontenta con la vida que llevaba, tomó la decisión de viajar a otro país para asegurarse un mejor futuro. Entonces aún no imaginaba en qué modo podría llegar a cambiar su vida. Quería trabajar y ganar dinero para hacer realidad el sueño de su vida: vivir en una casa grande con una familia unida, con unos hijos y un hombre que la amaran. Nadie se lo impediría. Comunicó la decisión de marcharse a sus padres. Sintió como propio el dolor de un padre a quien adoraba cuando este le preguntó preocupado qué iba hacer en otro país, que la vida en el extranjero también era igualmente difícil. Helena lo abrazó, pero al contrario de como había ocurrido desde que era niña, cuando siempre encontraba el consuelo reconfortante en los brazos de su malogrado padre, esta vez era ella quien lo consolaba, era ella quien debía reconfortar al padre que tan bien la quería. Le respondió con un “No te preocupes, que todo está arreglado. Voy a trabajar y ganar mucho dinero para que vivas mejor”. No fue, sin embargo, su actitud la misma para con su madre. Entre las dos hembras, la hija y la madre, siempre había habido una frialdad, un resentimiento y una inexplicable lucha vital que el padre y esposo había sufrido en silencio con la impotencia de no poder hacer nada para evitarlo durante veinte años. Helena no había heredado su belleza de su madre. Todos le habían dicho que se parecía asombrosamente a su abuela paterna, una bellísima mujer a quien no había conocido pues murió en 1975, bajo el régimen comunista de Ceaucescu, ocho años antes de que los ojos de Helena vieran la luz del mundo por primera vez. Su abuela debió de haber sido muy guapa pues aún recordaba los comentarios de los más ancianos del pueblo cuando ella era niña. Siempre que pasaba delante de alguna persona que hubiera conocido a la madre de su padre, el comentario era el mismo: “Eres el vivo retrato de tu abuela. ¡Qué hermosa mujer que era… y buena!”. Aquella belleza perdida en la mitad de los años setenta del siglo XX se había convertido en legendaria y el recuerdo de la abuela que jamás conoció la acompañaría toda su vida.
Helena desconectó el móvil y lo dejó caer sobre el colchón del que lo había tomado tres minutos antes. Se quedó unos segundos de pie, pensativa, sin ver a quien la había estado observando desde que aceptara la llamada. De repente, regresó a la realidad de aquel cuarto cuyo orquestado silencio se rompió una vez más con su voz:
— Era mi novio. Bueno, mi ex novio — dijo dando una explicación.
Volvió a sentarse sobre la cama mirando al desconocido que tenía enfrente observándola con los ojos sin decir nada. Se cruzaron fijamente las silenciosas miradas por primera vez. Aquella mirada la inquietaba. Allí estaban, el uno frente al otro, dos cuerpos desnudos. El cuerpo de una mujer y el de un hombre, dos vidas extrañas al desnudo, sentadas frente a frente sobre el lecho de la vida. Ella, finalmente, decidió tomar la iniciativa, porque era parte de su trabajo.
— Bueno, ¿qué te apetece, qué hacemos? — preguntó.
Entonces comenzó el ataque con su mejor defensa, entregándose fríamente y sin resentimiento ante su adversario. Se incorporó y, echándose hacia delante, empezó a besar la cara, los hombros y el torso del observador de la misteriosa mirada. Sintió como unas extrañas manos suaves comenzaron a acariciar la piel de sus delicados brazos recorriéndolos lentamente hasta llegar a los hombros y más tarde hacia al cuello.
— Tienes una piel muy suave, ¿lo sabías? — la miraba fijamente a los ojos mientras ella le devolvía el comentario con una sonrisa.
El educado caballero al desnudo comenzó a besar a la delicada dama de la piel suave que lo besaba ya con la mecánica costumbre de una experta en la anatomía de las pasiones. Sintió que el calor de las manos extrañas se posaba sobre sus firmes y redondos pechos de porcelana cuyos pezones estaban retraídos en el fondo de las encarnadas aureolas, perfectamente redondas, formando dos pequeños agujerillos por los que se escapaba el frío y se refugiaba la pasión que no debía sentir. El hombre se reclinó lentamente hasta descansar la cabeza sobre la almohada y quedarse tumbado con el cuerpo extendido mientras ella hacía lo propio, echándose hacia delante, acompañando aquella lenta maniobra con estudiados besos. Juntaron sus cuerpos extendidos en la cama: ella encima de él, intrigada por esa penetrante mirada con la cual sus ojos se cruzaban cada vez que veía aquel rostro desconocido. El cuerpo de Helena se impregnaba del perfume varonil de otro hombre más aquella noche. Aquel nuevo perfume se mezclaba con los de otros tantos desconocidos. Continuó con su estrategia y empezó a bajar la altura del objetivo de aquellos necesarios besos: la frente, las mejillas, oh, esos misteriosos ojos que me miran así, la barbilla, el cuello, los hombros… Entonces notó la presión en el vientre del miembro viril que se hacía más grande hasta que, según bajaba el listón de sus besos, uno de sus perfectos pechos topó con la verga, quedándose enganchada e impidiendo la maniobra de descenso.
El falo estaba listo para el primer asalto. Ella tuvo que mirar de nuevo el rostro de aquel hombre cuyos labios la besaban tan extrañamente y cuyas manos acariciaban su piel de mármol blanco con una enternecedora delicadeza. Volvió a besar sus mejillas (oh, esa mirada misteriosamente amable) y, por un momento, tuvo la tentación de quebrantar una de las consabidas leyes de aquel negocio: no beses en los labios a tu adversario. Desvió, empero, la trayectoria de sus labios en el último momento, como lo hace un avión que vuela en picado y que recupera la altura antes de estrellarse sin remedio contra el suelo, rozando apenas la comisura de los labios ajenos. Extendió uno de sus brazos para alcanzar con la mano el preservativo que esperaba encima de la mesilla. Helena rasgó la envoltura y lo tomó en sus manos. Introdujo los dedos índice y medio de sendas manos en la embocadura del profiláctico para ensancharla y envolver el pene adecuadamente. Seguidamente, a pesar de haberse prohibido el contacto íntimo de besar otros labios, sí que introdujo en la boca aquel pene erecto para chuparlo. Sus labios y su lengua presionaban con una acompasada y suave fricción arriba y abajo. Algunas chicas la chupaban sin preservativo. Ella no. El sabor de aquella goma profiláctica le recordó que al día siguiente, cuando fuera a Talavera, debía comprar pasta de dientes y champú para el cabello antes de visitar las tiendas para comprarse ropa. El asunto es que no sabía cómo se las apañaría para ir. Podía tomar el autobús de línea que paraba justo enfrente, al otro lado de la carretera en que se encontraba el Club Alegre, pero le vendría mucho mejor si Andy, el pinchadiscos, la acercaba en coche. Debía preguntárselo antes de que acabara la noche.
El extraño, acostado en aquel tálamo improvisado, alzó la cabeza para ver una cabellera que bajaba y subía rítmicamente mientras sentía la succión de unos sensuales labios transilvanos. Pensó que no debía de ser algo agradable para la hermosa mujer con quien estaba.
— Si, no te gusta, puedes parar, no me importa — interrumpió finalmente.
Helena se incorporó mirando de nuevo a aquellos inquietantes ojos mientras limpiaba el hilo de saliva y espermicida que unía su boca con la goma protectora. Aquel comentario la sorprendió.
— No te preocupes, es igual. ¿No te gusta? ¿Prefieres follar? — respondió con naturalidad.
— Lo prefiero… si no te parece mal.
— Como tú quieras. ¿Cómo lo prefieres? ¿Qué posición te gusta
— Bueno, ya que estoy tumbado… así, tú encima de mí.
Helena procedió al segundo asalto. Aplicó con disimulo una pastilla lubricante en los labios de su sexo antes de tomar la verga en sus manos e introducirla en la vagina. Aquel ritual se había convertido en algo tan habitual como beber agua cuando aparece la sed. Comenzó a mover su cuerpo lentamente arriba y abajo, hacia delante y hacia atrás, siguiendo un movimiento de prolongada fricción para tener el control y terminar rápida y eficazmente con aquella relación profesional. Era importante tener el control de la situación y aplicar la táctica apropiada. De nuevo aquellos ojos, ¿por qué me miran de esa forma?:
— ¿Te gusta así, despacio? —preguntó para satisfacer los reclamos de su cliente.
— Sí, me gusta despacio. —contestó aquel respetuoso observador.
— Vale.
Y prosiguió con su táctica mientras pensaba que, efectivamente, debería preguntarle a Andy si, por favor, podría llevarla a Talavera al día siguiente por la mañana, aunque no muy temprano porque trabajaría hasta tarde. La semana anterior había visto un vestido que le gustó y quería comprárselo. Le agradaba pasear y curiosear los escaparates de moda por las concurridas calles comerciales de aquella ciudad manchega. El vestido era encarnado, de una tela suave y satinada, largo y con una caída muy elegante. Cuando lo vio en el escaparate se quedó prendada de él. Recordó que lo miró fijamente, fascinada… igual que parecían mirarla ahora esos ojos.
Tumbado, contemplaba el torso de la mujer que cabalgaba encima de él. Su piel era tersa y sus pechos ahora se veían desde una perspectiva frontalmente más sensual. Eran firmes y redondos. Los pezones estaban introducidos, revertidos en el rosado tejido de las aureolas. Sin duda era el síntoma más claro de que ella no sentía ningún placer. Los acarició con las manos mientras continuaba mirando fijamente a esos ojos. Quería penetrar en ella. Levantó la cabeza de la almohada para acertar con un certero beso en el plexo solar, en el centro equidistante entre los dos pechos, en el lugar en que supuestamente se alberga el corazón. Besó aquellos pechos mientras sentía el frenético movimiento de sensual fricción en su enhiesto sexo. Acarició con las yemas de los pulgares sendas aureolas que daban cobijo a los introvertidos pezones. El vientre de mujer, liso y suave, se movía onduladamente al compás de los excitantes empellones. Después, tomó con ternura el rostro de aquella extranjera y, poniendo las manos sobre las mejillas, la besó serenamente mientras penetraba con sus ojos en los de ella.
— ¿Qué me miras? — preguntó Helena con curiosidad y dibujando una sonrisa con aquellos labios que dejaban entrever una dentadura casi perfecta.
— A ti, que eres muy linda — le respondió con una voz amable mientras ella reía con una risa entrecortada y apagada por el esfuerzo de aquel controlado pero exigente ejercicio físico de sensuales flexiones pélvicas.
Aquella mirada que la había estado observando desde el mismo momento en que se acercó a la barra del bar del club para dar conversación y eventual cama a ese desconocido mayor que ella estaba consiguiendo penetrar en los cimientos de sus sentidos. Era una mirada penetrante, intrigante, misteriosa, atrayente, agradable… sinceramente desnuda. No conocía de él apenas más que el nombre que le había dicho cuando, ante aquella barra de mármol negro del local de neón, se había procedido a las respectivas presentaciones: “Hola, ¿cómo te llamas? Gabo, ¿y tú? Helena, encantada”. Desde luego, no solo la mirada, también había algo de inusual en su voz y en su conversación, tan inusual como la propia hermosura de aquella mujer en un lugar como ese.
— Si quieres, cambiamos de posición, ¿te parece? —sugirió Gabo.
— Vale, porque me canso —contestó Helena—. ¿Cómo quieres ahora?
— Así, por detrás.
Una vez que aquellos dos cuerpos desnudos se situaron en las correspondientes posiciones, ella con las rodillas apoyadas sobre el colchón sosteniendo el peso de su torso con los antebrazos apoyados también sobre la cama y él detrás con su miembro erecto y descansando su peso corporal sobre ambas rodillas, comenzó el tercer asalto. Helena ayudó a introducir el pene con las manos y apoyó los codos firmemente en el colchón.
Ahora era él quien marcaba el ritmo de los sensuales empellones de su pelvis contra la vulva helénica. Ante sus ojos tenía una espalda carnal que recorría con la lentitud de un caracol con sus manos, amasándola, en dirección a unos pechos que ahora no podía ver, pero que colgaban tan firmes y tan blancos como dos preciosas campanas al vuelo en un armonioso vaivén. Quería tocarlos, sentir su tersura y transmitir el calor reconfortante de sus manos a aquellas dos móviles cúpulas sin cupulinos. Las delicadas embestidas de aquella verga contra la depilada flor encarnada de la primorosa joven de ventiún años eran rítmicamente periódicas.
Sintió la transmisión del calor inquietante de unas manos en sus senos. Había perdido, sin embargo, el contacto visual con los masculinos ojos que la habían estado observando, silenciosamente, desnudando su piel hasta llegar al rincón de los sentimientos. Ahora lo único que tenía ante sus ojos era el vacuo blanco de una sábana asépticamente extendida para desempeñar su trabajo. Empezaba a sentir una indeseable sensación de placer al probar las sosegadas sacudidas de quien a sus espaldas la contemplaba y le recorría el dorso ejerciendo el embrujo de la pasión. Por un momento, deseó volver a ver esos ojos. No podía ser. Era imprescindible no perder el control. De hecho, si Andy la llevaba a Talavera en coche, no le quedaría más remedio que regresar en el autobús de línea, porque seguro que el pinchadiscos del Club Alegre no iba a estar esperándola hasta que terminara de hacer las compras…
— Espera, vamos a cambiar — articuló jadeante aquel mago de encantadora mirada.
— ¿Cómo quieres ahora?—preguntó la bella transilvana ligeramente sofocada, pero recobrando la calma que había estado apunto de perder definitivamente.
— Tú debajo y yo encima.
Comenzó el cuarto y definitivo asalto. Los ojos de Helena volvieron a encontrarse con los de aquel misterioso desconocido con el que compartía su cuerpo. Ahora tenía una perspectiva distinta. Volvió a introducir con sus manos el pene cálido y húmedo en la vagina. Sus pezones, afortunadamente, seguían imperturbablemente replegados. Aquel hombre que comenzó a balancearse con un delicado pero firme vaivén ondulado volvió a mirarla a los ojos penetrando de nuevo en lo más hondo de su ser. Oh, esa mirada silenciosa y tan elocuente.
— ¿Por qué me miras así? ¿Es que quieres que yo también lo pase bien?— interrogó sonriente.
— Porque eres hermosa —respondió sin pensarlo un instante mientras la besaba quietamente en la frente, en una mejilla, en la otra y, finalmente, en el lugar prohibido: los labios—. Sé que este es tu trabajo, pero yo quiero hacerte el amor. No me importa qué pienses de mí, porque sé que a ti tampoco te importa lo que yo piense de ti.
Aquellas palabras resonaron en el interior de la cabeza de Helena con el eco de la verdad sincera. El movimiento de balanceo que el observador misterioso había estado imprimiendo en aquel juego peligroso surtía el efecto indeseado. Helena notó que ya no era solo él quien se movía, también su cuerpo había empezado a acompañar aquel ritmo de forma instintiva. Pensó en lo que había sucedido con su ex novio meses atrás. Se percató de que la humedad de su sexo no era ya obra exclusiva de la pastilla lubricante, sino del liberado líquido que segregaban las glándulas del placer. Estaba dispuesta a admitir el pequeño escape lúbrico de esas glándulas, pero jamás permitiría que aquellos sensuales movimientos afectaran a las glándulas del amor. Eso jamás.
Gabo modificó aquella básica postura sin perder el ritmo del compás a dos. Apoyando los brazos sobre el colchón, colocó las piernas de Helena de forma que sendas corvas se engarzaban en los codos permitiendo un contacto más íntimamente abierto. Seguía contemplando aquellos ojos de mujer que ahora comenzaban a cubrirse lánguidamente con el velo de los párpados femeninos debido al peso del placer. Contemplando aquellos pechos firmes y tersos, comprobó que en las cúpulas de aquel bello cuerpo catedralíceo comenzaban a erigirse cupulinos. Los jadeos y respiraciones entrecortadas de ambos cuerpos se confundían con el sudor en el silencio de aquella estancia. En una de aquellas flexiones pélvicas, el hombre de la intrigante mirada, sintió la convulsión placentera de la fruta femenina. Volvió a modificar la postura, esta vez colocando las piernas de ella sobre los hombros. La penetración era más profunda.
Helena agarraba en sus puños la sábana blanca sobre la que yacía. Sentía placer y un irrefrenable deseo de rendirse ante quien la embestía. Esa mirada… Quiso fingir gemidos para asegurarse de que al menos no entregaría su alma a quien ya se había apoderado de su cuerpo. Pero no pudo emitir los gemidos que tantas otras veces había fingido. Jadeaba incontrolada. Había perdido el control. Sintió un golpe de calor en los pechos como un aire caliente que hinchaba sus pezones y los endurecía apuntando hacía quien la excitaba perdidamente. Por momentos perdía la vista. El hombre de la misteriosa mirada apartó sus piernas de los hombros retomando la posición primaria. Allí estaban los dos cuerpos desnudos, impelidos por el deleite carnal, en un baile sensualísimo, sin palabras, con el silencio armonizado por el sonido de los jadeos y las profundas respiraciones. Helena sentía el cálido aliento varonil en la oreja que ella respondía con el suyo propio sobre la oreja de él. El baile se aceleraba poco a poco. Tenía deseos de besar, de amar prohibidamente. Experimentaba una agradable quemazón que le subía desde la punta de los pies recorriéndole las piernas hasta alcanzar inexorablemente el vientre, inundándole las entrañas con una explosión de placer de imposible resistencia. Abrió los ojos para reencontrarse con esa mirada y recibir el último empujón que provocó las sacudidas placenteras de la zona clitoriana, las contracciones de la vagina acompañadas de las convulsiones eyaculatorias de la verga en su interior y los espasmos musculares de las piernas que trepidaban mientras los ojos de aquellos dos desnudos cuerpos se miraban en silencio, comunicándose sin palabras. Aquella última mirada penetrante de él en ella duró un eterno instante. Ninguno sabía como rasgar el velo de ese silencio. Helena vio venir sobre ella el rostro masculino que posaba los labios en forma de beso sobre una de sus mejillas. Un último susurro le rozó el oído: Gracias.
El embrujo pasional había terminado y, por fortuna, a tiempo para que las glándulas del amor helénicas no se vieran fatalmente afectadas. Se levantaron de la cama y, mientras se aseaban por turnos en un bidé, mantuvieron la última conversación de sus vidas.
— Y tu ex novio, ¿sabe que te dedicas a esto? —preguntó mientras enjabonaba el fláccido miembro. Ella se encontraba de pie, mirándolo, apoyada sobre la puerta de un armario de madera de castaño.
— Sí, claro que lo sabe. Yo lo conocí aquí, era mi cliente —respondió con la naturalidad de un cuerpo desnudo.
—Y, ¿por qué rompiste con él? —indagó.
— Hizo algo y me perdió.
— ¿Pero tú lo quieres?
— Sí. Bueno, lo quería —sabía que el silencio de su interlocutor era tan indagador como la formulación de una nueva pregunta. Así que prosiguió contando su historia—… Yo lo conocí cuando empecé a trabajar aquí… Si trabajas en esto, no puedes enamorarte, porque lo pasas mal. Siempre me acordaba de él cuando estaba con otros clientes. Me afectaba. Por eso dejé este lugar y me fui a vivir con él durante cuatro meses. Pero hizo algo y me perdió… Yo gasté el dinero y regresé aquí para trabajar.
—¿Y no quieres volver a Rumanía?
— No.
— ¿No tienes ganas de ver a tus padres? ¿Saben que te dedicas a esto?
— No, no lo saben. Mi madre es una interesada… solo le interesa mi dinero, por eso no quiero volver a mi país.
— ¿Y tu padre?
— A mi padre sí que me gustaría volver a verlo.
— Y ¿por qué no lo haces?
— Porque entonces también tendría que ver a mi madre y no quiero. Bueno, quizás algún día lo haga.
— ¿Y por qué te perdió tu novio?
— Porque me prometió que dejaría la cocaína y siguió con ella. De hecho, yo estuve enganchada dos meses… Recuerdo los problemas de la nariz y esa sensación en los dientes… Me mintió y lo dejé. Me quedé sin dinero.
— No entiendo como una chica tan guapa como tú puede aguantar esto. Eres guapa e inteligente.
— Sí, hay muchas personas que me dicen lo mismo… Un cuerpo bonito no lo es todo en la vida… Y las putas también somos inteligentes. Para dedicarte a esto, tienes que ser inteligente o aprender a serlo.
— ¿Tú te quieres a ti misma?
— Claro que me quiero. Me quiero mucho.
— Pues, entonces, me vas a permitir que te dé un consejo. Si te quieres de verdad, no te metas en el mundo de las drogas. Aléjate de tu ex novio, porque no va a dejar la cocaína por ti. Una vez que te enganchas, es muy difícil salir.
— Lo sé. Yo solo estuve enganchada dos meses y por eso pude salir, pero mi ex novio lleva quince años metido en ese mundo.
— Hazme caso, déjalo. Tampoco deberías estar aquí.
— Quiero comprarme un piso en Rumanía.
Continuaron hablando mientras se vestían y salían del cuarto en que habían mantenido aquella especial reunión de trabajo. Salieron por el pasillo en dirección al salón donde se encontraban las otras chicas y algún cliente. La música que pinchaba Andy se oía cada vez más cercana a medida que se aproximaban al final del corredor. Pararon un momento en el recibidor que daba al salón. Helena se despidió del hombre de la mirada misteriosa.
— Encantado de haberte conocido, Helena. Gracias por todo.
— Gracias a ti, Gabo.
— Vaya, ¿te acuerdas de mi nombre? No deberías estar aquí. Vales mucho.
Dicho aquello, Helena vio cómo el misterioso hombre que la había amado efímeramente se alejaba. Aquella figura que caminaba de espaldas a ella abrió la puerta por la que nunca volvería a entrar. Al desaparecer aquella figura y cerrarse la puerta, Helena tuvo la certeza de que jamás nadie volvería a mirarla así.
Cuando imparto clases de idiomas en empresas, procuro impregnarlas de la metodología del coaching. Hace un par de semanas, un alumno con quien llevaba meses compartiendo estudios y metodologías de Jim Collins, Steven R. Covey, Jennifer Sertl, Edward de Bono, Daniel Pink -a fin de mejorar no solo su nivel de inglés sino también ampliar sus perspectivas de liderazgo-, me comentó que le habían regalado un librito titulado El arte de la prudencia de Baltasar Gracián y que había comenzado a leerlo despaciosamente, saboreándolo. Quería dejar de leer libros de gestión y liderazgo en inglés durante algún tiempo y había descubierto que ese librillo -originalmente titulado Oráculo manual y arte de prudencia- era el refrendo de buena parte de los temas que habíamos abordado en los meses anteriores. Su comentario despertó mi curiosidad, pues este alumno destaca no solo por su interés por mejorar día día su nivel de inglés, sino también por su deseo de liderar personas en la industria del siglo XXI.
Así que después de la clase, me fui directo a una librería y compré un ejemplar del libro de Baltasar Gracián. Hasta aquí, nada de especial, ¿no? Sin embargo, lo verdaderamente llamativo es que la edición inglesa de este libro, que lleva por título The Art of Worldly Wisdom (El arte de la sabiduría de este mundo), llegó a ser un de los libros más vendidos en los años 90 del pasado siglo desde que Christopher Maurer hiciera su traducción al inglés -existe otra traducción más antigua, de finales del siglo XIX, que hizo Joseph Jakobs. ¿Y por qué digo que es llamativo? Pues porque 366 años después de la edición española del libro de marras, Baltasar Gracián se ha convertido en un icono de la gestión y del liderazgo empresarial en lengua inglesa para muchas personas. Eso suscitó una inquietante pregunta en mí: ¿valoramos verdaderamente las aportaciones de los clásicos españoles? Quizás se cumpla una vez más ese odioso dicho de que uno nunca es profeta en su tierra…
El comentario de mi aventajado alumno me sirvió para aprender de él y contribuyó a agudizar mi ingenio, profundizar en mi juicio y gustar de utilizar a Gracián para enseñar inglés en las empresas y promover el liderazgo del siglo XXI.
“Tres cosas hacen un prodigio, y son el don máximo de la suma liberalidad: ingenio fecundo, juicio profundo y gusto relevantemente jocundo. Gran ventaja concebir bien, pero mayor discurrir bien, entendimiento del bueno. El ingenio no ha de estar en el espinazo, que sería más ser laborioso que agudo. Pensar bien es el fruto de la racionalidad. A los veinte años reina la voluntad, a los treinta el ingenio, a los cuarenta el juicio. Hay entendimientos que arrojan de sí luz, como los ojos del lince, y en la mayor oscuridad discurren más; haylos de ocasión, que siempre topan con lo más a propóstito. Ofréceseles mucho y bien: felicísima fecundidad. Pero un buen gusto sazona toda la vida” – Baltasar Gracián (1601-1658), Oráculo manual y arte de prudencia, 1647.
A tu juicio y voluntad, lector, encomiendo la elección de dejar más abajo un comentario o, aún mejor, practicar el arte de la sabiduría en este mundo…
Este artículo fue originalmente escrito en inglés por Ulrike Reinhard. La adaptación española es de Michael Thallium. Si deseas leer el artículo original en inglés:AQUÍ.
Ulrike Reinhard es una incansable editora, autora, emprendedora social y futurista alemana.
Hace un par de meses, fui por primera vez a Partha, una aldea pequeñita, a unos 45 km de Mahoba, en el estado de Utter Pradesh, el más poblado de la India. Bellos paisajes, una mezcla entre la India y el Serengeti. ¡Imponente!
Todo el mundo allí depende de la agricultura. Esta zona es una de las partes más pobres de la India y un ejemplo típico del aspecto que presenta la India rural cuando se queda al margen del desarrollo urbano. Los pobres son las víctimas.
Una casa típica de la aldea de Partha, la India.
Antonella Zurina (Geeta es el nombre indio que le pusieron), quien dirige la Fundación Kabir en Khajuraho (en el estado Madhya Pradesh, en la India), me llevó allí por una razón bien sencilla. Uno de los aldeanos quería donar dos acres de tierras de cultivo para construir una escuela. La idea de Geeta era (y todavía es) que seamos nosotros quienes construyamos una escuela (we_school) allí. Cuando llegamos, al menos 30 aldeanos nos estaban esperando. ¡Nos dieron una cálida bienvenida!
Me senté con ellos y la primera pregunta que me hicieron fue: ¿Qué planes tiene? Cuando les dije que no tenía ningún plan en absoluto y que solo estaba allí para ver y escuchar, se quedaron muy decepcionados. Me sentí bastante incómoda, porque fue entonces cuando realmente me di cuenta de lo altas que eran sus expectativas.
Toneladas de estiercol de vaca para hacer fuego y cocinar
Me hablaron de sus problemas diarios. Recorrimos la aldea y me enseñaron las dos escuelas y otros edificios que se podrían emplear para actividades comunitarias, y me mostraron las tierras que Hakim Singh quería donar. Estaban muy orgullosos. Y pude sentir lo mucho que querían esa ayuda y lo mucho que apoyarían las actividades una vez que alguien las comenzara.
Antes de que me invitaran a cenar – mi estómago aún rechaza cualquier tipo de comida picante local ;-( –, les dije que pensaría sobre toda la situación y que hablaría con Mehmood Khan, un emprendedor social y visionario muy particular, y les prometí que volvería dos semanas más tarde.
“Foto de grupo” – justo antes de que dejara Partha
Dos semanas más tarde, regresé junto con Mehmood Khan. Nos recibieron con tamborada, flores y el chai más delicioso. Esta vez habría unas 50 personas. Nos sentamos y hablamos sobre las opciones. Al final, acordamos hacer un taller de dos días – a principios de mayo – en el que participaran todas las personas interesadas en la aldea: niños, maestros, granjeros… En la primera mitad del primer día debatiríamos sus asuntos más acuciantes, la segunda mitad estaría reservada para que las personas de la administración y política locales diesen su opinión. El segundo día trabajaríamos en grupos con los aldeanos para intentar identificar soluciones viables y por la tarde daríamos prioridad a las soluciones y escribiríamos un plan de acción. Esperamos que unas 500 personas se apunten al taller.
Los aldeanos están todavía tienen algunas dudas – sencillamente, preferirían que les dieran una solución -, pero de alguna forma entendieron la idea y confiaron en nosotros. Y trabajan por esta idea… Creemos que los aldeanos tienen que formar parte del proceso de desarrollo. Y eso es lo que vamos a hacer con ellos.
Y aquí es donde comienza la co-creación.
Solamente entonces, la aldea y sus gentes experimentarán una transformación que agrade a todos y con la que todos se comprometan y trabajen. ¡Ese es el único modo de hacer que el cambio sea sostenible!
Mehmood Khan y yo después de nuestra primera reunión, antes de cenar, en la “casa de invitados”.
Y para concluir este artículo, aquí está un correo que recibí de las personas de la aldea después de nuestra reunión…
¡Nada más que decir!
Estimados Sres.:
como saben, según la última reunión del 21/03/13 , queremos informarles que hemos convocado una reunión para el sábado y se lo hemos comunicado a 75 miembros con todo tipo de responsabilidades.
Así que quisiéramos reunirnos con ustedes el lunes 25/03/13 so . Por favor, díganos como organizarán su viaje.
Cuando uno mira atrás en la historia de la humanidad, uno no puede más que darse cuenta de lo importante que son los paradigmas. La primera vez que oí hablar de paradigmas fue cuando estudié las enseñanzas de Stephen R. Covey sobre cómo llegar a ser una persona más eficaz e incluso más grande. No obstante, fue muchos años antes cuando Thomas Kuhn, en su libro La estructura de las revoluciones científicas, presentó por primera vez el concepto de “cambio de paradigma”: antes que progresar de forma lineal y continua, los distintos campos científicos más bien evolucionan gracias a cambios de paradigma que abren un mundo completamente nuevo de enfoques para comprender lo que jamás antes se había considerado válido.
He de reconocer que hablar de “paradigmas” suena demasiado científico, demasiado racional, para algunas personas. Por eso, a veces evito ese término y hablo de “conjunto de creencias en el cerebro”. Somos lo que creemos que somos y vemos el mundo a través de los cristales de nuestras creencias, a través de los ojos de nuestra mente. También existe una dicotomía entre, por así decirlo y simplificándo mucho, pensamiento racional (mente) y pensamiento espiritual (alma) que tradicionalmente se asocian con las culturas occidental y oriental respectivamente. Considero que esa dicotomía es infructuosa. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de comprender profundamente los distintos conjuntos de creencias independientemente de si uno lo denomina mente o alma.
Hagamos un pequeño experimento. Tomemos un mapa del mundo actual y comparémoslo con los distintos mapas del mundo que ha habido en la historia, comparemos las distintas proyecciones y perspectivas. Si hacemos este ejercicio, nos daremos cuenta de lo estrecho de miras que somos cuando se trata de comprender a las personas y el mundo.
Algunas personas dirían que este mapa del mundo está al revés. ¿Al revés por qué? Los más importantes cuellos de botella del comercio mundial se encuentran en el Índico: los estrechos de Bab el-Mandeb, Ormuz y Malaca. El 40% del crudo que se transporta por mar pasa por el estrecho de Ormuz, el 50% de la capacidad de carga de la flota mercante mundial pasa por el estrecho de Malaca. La mayor concentración de seres humanos está en Asia: China, India, Indonesia, Camboya, Vietnam, Myanmar...
No estoy ni defendiendo el pensamiento científico ni burlándome del pensamiento espiritual. Sin embargo, últimamente me he dado cuenta de algo muy interesante. La historia de la humanidad ha sido la de la “historia de la ignorancia”. Los seres humanos hemos tendido a asignar “poderes sobrenaturales” a todo aquello que no se podía comprender o explicar. Creamos un mundo de supersticiones. Había “fantasmas” por todas partes… Veíamos fantasmas, todavía vemos fantasmas, allí donde las cosas son difíciles de desentrañar… Pues bien, ¡los fantasmas no existen!
Cualquier persona que desee comprender y potenciar a otras personas tiene que prestar especial atención tanto a su propio conjunto de creencias como a los distintos conjuntos de creencias de las personas que la rodean. Entonces uno tendrá que elaborar un nuevo mapa del mundo -uno más global y respetuoso que conduza a las tierras de la grandeza humana- y asegurarse de que ese mapa le lleva allí donde uno quiere de una forma más eficaz. Y para ello podemos emplear nuestros cerebros.
Este artículo, escrito originalmente en inglés, participó en un “blogatón” impulsado por Amit Nagpal en la India. Si deseas leer el artículo original en inglés AQUÍ.
Julio César Setién es pianista y combina su aptitud artística y musical con una actitud emprendedora inagotable. Amén de intérprete, ha sido programador del Festival de Jazz de Boadilla del Monte, programador cultural del distrito de Ciudad Lineal, en Madrid y ha colaborado con distintas orquestas. Le apasiona la enseñanza del instrumento al que ha dedicado su vida: el piano. Julio César tiene una visión muy particular tanto de la enseñanza como de la música, a las que ve como vehículos para transportar a las personas a una dimensión que les permita desenvolverse mejor en la vida.
Tras más de veinte años enseñando, muchos más de veinticinco dando conciertos, y después de muchas conversaciones con compañeros profesores y alumnos… no puedo dejar de reafirmar que el camino es la Reflexión. Muchos de nosotros, cuando éramos alumnos, hemos recibido ese tipo de educación en la que simplemente la explicación era “hazlo así o asá”, “esto se hace así”, “pon tu mano de esta forma…”, “este fraseo es así…”, sin recibir más explicación. Esto no es ni productivo ni positivo. A veces, cuando digo que enseño a tocar el piano, inmediatamente después pienso “bueno… no es exactamente eso lo que hago…” Esto es así porque siempre intento enseñar a pensar, a tener un criterio claro y a reflexionar en cómo hacerlo, en definitiva todo lo que se esconde detrás de cada decisión que un pianista toma al llevar una obra al escenario y sobre todo que ocurre durante el tiempo de estudio que requiere. Naturalmente que hay técnica y no sólo interpretación pero desde la técnica a la interpretación hay una forma razonada de hacerlo, existe siempre un “porqué” que se debe contar y explicar, que constituye en realidad la esencia y es lo más importante. El “cómo” es lo que marca la diferencia en la interpretación de una obra, es aquí donde la palabra “interpretación” cobra todo su sentido pleno. La música no es una ciencia, pero sí tenemos, una serie de criterios objetivos sobre los cuales sentamos las bases de una decisión a todos los niveles, desde escoger una digitación, elegir el momento para realizar una respiración, hasta el contenido emocional o sentido estético que queremos darle y ofrecer, está condicionado por un criterio claro con base en la experiencia y el conocimiento de esos “porqués”.
Es muy gratificante como profesor de una clase o grupo de alumnos que venga un alumno y te diga cómo ha pensado un pasaje, o el sentido que él quiere darle, después de haber recibido de ti el marco y las herramientas para que decida qué buscar, qué puede hacer y las opciones entre las que elegir. Creo que formar así conlleva educar en la responsabilidad y libertad, dotando al alumno de gran seguridad en sí mismo y de una autonomía real inestimable. Y lo que me parece fundamental: una apreciación consciente de lo que está desarrollando. Para lograr estos objetivos, hay que tener el tiempo que requiere poder escucharles, prestar atención a todo lo que tienen que decir, y animarles a pensar, a reflexionar tanto en los errores como en los aciertos. Solo podemos apreciar aquello de lo que somos conscientes, esté bien o mal.
Es verdad que el tiempo limitado en el aula -y, sobre todo, la necesidad de ver todas las obras del programa-, permite pocas oportunidades de tener momentos de reflexión y diálogo con los alumnos. Es más rápido y práctico a corto plazo imponer que hacer comprender, pero a medio-largo plazo es más efectivo y formativo sentarse, explicar y razonar. Entiendo los motivos por los cuales algunos compañeros, no pueden realizar en el conservatorio este tipo de educación, ya que la programación extensa, los cambios de profesor muy continuados, y la falta de paciencia y tiempo por parte de los alumnos lo hacen difícil. Es imprescindible dedicar tiempo no sólo a tocar y tocar las obras corrigiendo constantemente. Es preferible plantear todo desde un principio y mientras se está estudiando.
Esto sirve y es aplicable también a la vida, ofrece al alumno la capacidad de tener una mayor conciencia y consciencia de todo lo que le rodea, de poder saber qué hacer con determinación, y de valorar y reflexionar mejor sobre las decisiones que uno toma en todos los ámbitos.
Julio César Setién Pianista pedagogo, intérprete y emprendedor
Vamos con la última entrega de esta serie titulada Cómo lograr que los niños se interesen por la música de concierto. Para leer los anteriores artículos sobre este mismo asunto: Parte I, Parte II, Parte III, Parte IV y Part V, Parte VI.
A continuación la traducción al español que he hecho del artículo de Robert Greenberg, cuyo original en inglés se puede ver AQUÍ.
Sugerencia número tres para lograr que nuestros hijos se interesen por la música: películas y vídeos.
Gary Oldman parecidísimo al Beethoven de 38 años en “Amor inmortal”
Somos criaturas visuales y, aunque generalmente no soy partidario de aumentar el tiempo frente a la pantalla en la vida de nuestros hijos, hay algunas películas que merece la pena ver.
(Para su información: no soy de ninguna manera ni autoridad sobre el asunto ni lo pretendo ser. Mis sugerencias son meramente las de un padre que intenta alcanzar una medida de paz en casa mientras hace lo mejor que puede para educar a sus hijos sin reducir sus cerebros a jalea de grosella negra. Todos y cada uno de los comentarios/sugerencias/ofertas de la cibervilla son bienvenidos y, ciertamente, esperados con entusiasmo.)
Para los más pequeños, yo recomendaría sinceramente películas como “Beethoven Lives Upstairs” (Beethoven vive en el piso de arriba), “Mr. Bach Comes to Call”, y “Pedro y el lobo” y “Fantasia 2000” de Disney. No andamos buscando la verdad histórica, solo la exposición a la música. Las grandes películas de musicales son también muy entretenidas. Para los niños un poco mayores recomendaría los clásicos habituales: “El mago de Oz” (aunque la malvada bruja de occidente puede asustar un poco a los niños menores de 6 años), “Mary Poppins”, “Annie”, “Vivir de la ilusión”, y las películas de Disney “La sirenita”, “El rey león” y “Chitty Chitty Bang Bang”. (Por razones personales, he omitido “Sonrisas y lágrimas”, ya que preferiría que me patearan hasta la muerte antes que volver a verla. Consideren esto un defecto de carácter.)
De las grandes óperas, la más apropiada para los jovencitos es, en mi más informada opinión, “La flauta mágica” de Mozart. La versión inglesa (DVD) que hizo el Met en 2011 y dirigida por James Levine es maravillosa.
También hay un conjunto excelente de vídeos de Disney Junior que se llama “Little Einsteins”. Cada episodio de la serie “Little Einsteins” se centra en una obra diferente de música de concierto y también enseña toda clase de terminología musical. A mis hijos les encanta.
Para los niños mayores hay, por supuesto, musicales, óperas y conciertos mucho más complejos donde elegir. Como “óperas” para principiantes, sugeriría (en lengua original; los niños mayores pueden leer los subtítulos) “Las bodas de Fígaro”, “Don Giovanni” y “El rapto del Serrallo” de Mozart, “El barbero de Sevilla” de Rossini, “Rigoletto”, “Il Trovatore” y “Aida” de Verdi, “Carmen” de Bizet, y “La Bohème” de Puccini. (Si realmente quieren ir a la moda, pongan “La Bohème” y “Rent” en noches consecutivas. La misma historia, pero distintos tiempos, lugares y música.)
Finalmente, para niños mayores, hay varias películas biográficas de compositores: que puede que nos encanten pero que deberían venir con una etiqueta de advertencia: “esta película no permite que la realidad se interponga en el camino de una buena historia”. “Amadeus” es una gran película, pero es más ficción que realidad. El mismo problema de realidad histórica y ficción dramática impregna “Amor inmortal”, aunque Gary Oldman es brillante y se parece asombrosamente al Beethoven treintañero (al contrario que Ed Harris en el papel de Beethoven en la ridícula “Copying Beethoven”). En cuanto a las que merecen la pena, “Impromptu”, con Hugh Grant como Chopin, Julian Sands como Liszt y Judy Davis y George Sand es mi película favorita de compositores. (He dejado fuera de esta lista “Lisztomania” y “Mahler” de Ken Russell, pues son películas que los mayores deberían ver después de que los peques se hayan ido a la cama.)
(No obstante, otra declaración explicativa: extraoficialmente, porque no es adecuada para la mayoría de niños, debo hablar de la que considero la única y mejor película de música que jamás se haya hecho: “This is Spinal Tap”. La – Unica – Y – Mejor – Película – Jamás -Hecha.)
Robert Greenberg
A continuación y para concluir esta serie, os dejo algunos enlaces a las obras que se mencionan en el artículo.
Continuamos con en el debate de la serie Cómo lograr que los niños se interesen por la música de concierto. Para leer los anteriores artículos sobre este mismo asunto: Parte I, Parte II, Parte III, Parte IV y Part V.
A continuación la traducción al español que he hecho del artículo de Robert Greenberg. El original en inglés se puede leer AQUÍ.
Sugerencia número dos para lograr que los niños se interesen por la música: bailar, dirigir y hasta juguetear con la música.
Unas pocas observaciones preliminares.
Percibimos la música al escucharla. Escuchamos con los oídos. Basándonos en tópicos tan obvios, parecería que el acto de percibir la música solo concierne a uno de los cuatro sentidos, siendo este el del sentido auditivo.
Ni que decir tiene que esto no es, en absoluto, cierto. En verdad, escuchar música – al igual que hacerla – puede (y yo creo que debería) ser una actividad de contacto total. Sugeriría que cuanto más corporalmente comprometidos estemos mientras escuchamos música, más intensa y corporal será la experiencia musical.
Por ejemplo.
Siempre que me sea posible, sigo la partitura mientras escucho música. Por supuesto, esto no es para todo el mundo, porque no todo el mundo sabe leer una partitura, pero yo diría que, para mí, el refuerzo visual de lo que oigo intensifica la experiencia y los detalles de mi escucha por un orden de magnitud.
Y lo mismo es válido para una interpretación en directo durante las cuales OBSERVAMOS a los intérpretes. Sus acciones y lenguaje corporal nos recuerdan que hacen música corporalmente, y la percepción visual que tenemos de esa corporalidad también intensifica profundamente nuestra experiencia musical.
(Sí, algunos de nosotros, durante una actuación, cerramos los ojos para CONCENTRARNOS en la música. Sin embargo, afirmaría que ese nivel de concentración no puede mantenerse durante toda la obra. Más tarde o más temprano tenemos que respirar aíre visual para reencontrarnos con los intérpretes y el público alrededor de nosotros.)
Para bien o para mal, el protocolo de concierto de nuestra época requiere que estemos en silencio durante un concierto. Sin embargo, no hay ninguna prohibición en contra de que uno se mueva con la música en la intimidad de su hogar, así que aquí va lo que sugiero.
Uno: bailar con la música. No estoy hablando de bailar un “minueto” mientras uno baila un minueto; de lo que hablo es de mover el esqueleto como más nos guste con cualquier música que oigamos. Pero es algo más que seguir el ritmo; instintivamente, los niños “interpretan” la música que escuchan moviéndose de distintas formas con distintas músicas. Es maravilloso verlos y aún más divertido unirse a ellos.
Dos. Invertir en algunos juguetes de percusión o simplemente comprar algunos tubos de distinto tamaño en alguna tienda de bricolaje y animar a nuestros hijos para que los toquen mientras oyen música. Sí, soy consciente de que esto puede hacer subirse por las paredes a un adulto, razón por la cual deberíamos hacerlo con ellos. De nuevo, esto nos hará ser participantes activos, no pasivos, en el proceso musical, y es más divertido de lo que uno pudiera pensar. En cuanto a si hacer esto es un “insulto” para Bach, Mozart o Beethoven: queridos amigos, están muertos y más allá de todo insulto. Además, ¿realmente creéis que tocar mientras se escucha una grabación de la Quinta Sinfonía de Beethoven es más insultante que el arreglo que se hizo de esta sinfonía para la película “Fiebre del sábado noche”? Caso concluido.
Tres. Comprar algunas batutas baratas (o simplemente hacerse con unos palillos) y dirigir acompañando a un director de orquesta en un vídeo o grabación. Verdaderamente, es otra forma de baile, ¡y es muy divertida!
Ni siquiera un problema dental grave nos impediría sonreír al ver al jovencito de abajo, cuya interpretación del cuarto y último movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven quedará para la historia.
Robert Greenberg
Si lo deseas, puedes dejar un comentario, sugerencia o aportación a este debate.
Esta es una columna mensual sobre cómo descubrir nuestra grandeza escrita conjuntamente por Amit Nagpal de la India (quien habla de una persona de occidente) y Michael Thallium de España (quien habla de una persona de oriente). Nuestro objetivo es compartir las historias de éxito de grandes seres humanos y con ellas deseamos inspirar a nuestros lectores para que también descubran su propia grandeza.
Diciembre de 2012. Mi amiga de hace tiempo, colaboradora, coach y gurú de la agilidad empresarial Jennifer Sertl me puso en contacto con Anastasia Ashman y me recomendó que con su ayuda encontrara mi nicho mundial.
Y así comenzó el intercambio de correos con Anastasia. Aquí llegaba otro regalo del Universo (las relaciones son lecciones o bendiciones, pero creo que Anastasia es una bendición que también me da lecciones en la creación de marca mundial ), alguien muy útil, paciente y culta.
Anastasia M. Ashman (nacida en 1964) es una escritora estadounidense, productora cultural y co-fundadora de una empresa única GlobalNiche.net. Con palabras muy sencillas, Anastasia dice que “estamos aquí para ayudar a que la gente viva la Vida 3.0 con la ayuda de la Web 3.0.” Tal como Jennifer había recomendado, Global Niche está resultando ser una plataforma genial en la que se dan conversaciones muy interesantes.
Anastasia añade que “con años de preparación, hemos sistematizado una estrategia en la que confiamos como expatriados en busca de supervivencia: cambiar nuestras vidas fuera de las redes sociales mejorando nuestra presencia en Internet. Ahora uno puede utilizarla para subir el nivel en cualquier área en la que desees tener más éxito”.
Anastasia no solo ha viajado alrededor del mundo, ha residido en Italia, Malasia y Turquía. Actualmente, ella y su esposo turco residen en San Francisco, California. Su trabajo ha aparecido en una amplia gama de publicaciones, desde periódicos y revistas de negocios internacionales, como The Wall Street Journal Asia y Far Eastern Economic Review, hasta The Village Voice y National Geographic Traveler cubriendo una amplia gama de materias, desde arte a viajes y cultura. Forbes.com la considera entre las 20 mujeres a quienes los emprendedores deben seguir en Twitter.
Ella y su compañera Tara Agacayak (co-fundadora de Global Niche) también tienen experiencia en medios de comunicación, psicología y tecnologías de la información. Se las ha llamado las “Top expats on Twitter” (Telegraph UK, 3/12), “Top 50 women entrepreneurs on Twitter” (Evan Carmichael, 1/12), “Top women entrepreneurs on Twitter” (Forbes.com 7/10), etcétera.
Logros interminables
Anastasia Ashman es una visionaria para la vida “mundial” e ilimitada que todos podemos llevar, que se ha hecho posible con la ayuda de la tecnología y los medios de comunicación. Lo interesante (y auténtico) es que ella se me presentó así misma como “una mujer en una montaña rusa en Hollywood, abandonada en una isla de Borneo infestada de serpientes, casada en un palacio otomano y entrevistada por Matt Lauer en el programa NBC’s Today”. (Cuando se ha tratado de conocer a personas interesantes alrededor del mundo, he sido realmente bendecido. Gracias, Universo). Anastasia ha estado expuesta a casi todos los aspectos de los medios, desde las editoriales (agentes literarios) hasta películas, televisión y teatro.
Anastasia, creadora del harem de expatriados (un sitio web de libros y debate en línea sobre la aventura identitaria, nomadismo mundial), es licenciada en arqueología y actualmente escribe un libro de memorias sobre su amistad con una personalidad múltiple.
De pequeño, me fascinaba la música instrumental turca que a mí me parece el amalgama perfecto de oriente y occidente. ¿Quién mejor que Anastasia para mezclar lo mejor de oriente y occidente y ayudar a que la gente se “mundialice” en el verdadero sentido del término? La novelista turca Elif Shafak dijo que el primer libro de Anastasia era “uno de los 5 mejores libros de Turquía”.
Anastasia acuñó el término global niche (nicho mundial) en 2009 para definir el lugar al que uno pertenece de forma única y en el que uno puede sacar su verdadero potencial independientemente de las limitaciones tradicionales.
Hace algún tiempo, hice una pregunta en Quora, “¿Cómo puedo sacar el mayor provecho de Twitter?” La respuesta de Anastasia fue sencillamente magnífica y poderosa:
“Comparte lo mejor de lo que lees, noticias importantes para la industria, tu propio pensamiento sobre los temas. Demuestra que eres quien y lo que dices ser en tu biografía. Únete a los debates de discusión en Twitter sobre temas que te incumban y sé un participante generoso, claro y que aporte valor a la comunidad. Sigue a personas cuyo trabajo admires. Crea listas de Twitter de personas a quienes sigues. Utiliza Twitter para demostrar (lo que conlleva incorporarlo, mostrarlo y no solo decirlo a diario) lo que te encanta hacer, cómo lo haces y lo que quieres hacer en el futuro. Envía una señal clara al mundo con tu pensamiento sobre liderazgo, los talentos que aportas, cómo funcionas. Sé útil.”
Sabiduría 2.0
Y tampoco jamás hubiera pensado que anualmente se celebra una conferencia internacional sobre sabiduría (que tanto escasea en nuestro mundo). Durante una de nuestras interacciones por Internet, Anastasia me contó que tenía que dejarme para asistir a la Cumbre de Sabiduría 2.0 (un acontecimiento que reúne a miles de personas para preguntar y dar respuesta a esta pregunta: ¿Cómo podemos vivir con una mayor presencia, sentido y consciencia plena en la era de la tecnología?). Las reuniones se pueden ver en directo aquí: http://wisdom2summit.com.
Siempre he sido un buscador de la sabiduría y es una bendición tener a compañeros maravillosos en este viaje.
Ananda Sukarlan – Extendiendo puentes entre España e Indonesia
Ananda Sukarlan, músico y compositor.
Antes que nada, debo hacer una pequeña confesión: he estado posponiendo la redacción de este artículo durante dos meses. Me he comportado como un verdadero procrastinador, de lo cual, por supuesto, no estoy orgulloso. Y también soy consciente de que tampoco es esta la mejor forma de comenzar a escribir un artículo sobre una persona a quien considero ciertamente inspiradora. Sin embargo, de mi procrastinación he aprendido dos cosas muy interesantes, a saber: 1.º mi querido amigo Amit Nagpal -con quien escribo esta serie de artículos mensuales- es un persona muy paciente, comprensiva y respetuosa y 2.º entiendo perfectamente lo mucho que debe trabajar Ananda -la persona de quien quiero hablar en este artículo- para seguir inspirando a la gente por medio de su música.
Sin embargo, antes de comenzar a hablar de Ananda Sukarlan, me voy a permitir contar un experimento que hice hará un par de meses. Decidí transcribir la partitura del Cuarteto n.º 8 de Dimitri Shostakovich. De esa experiencia aprendí mucho y, creedme, transcribir es una tarea muy ardua. Eso me llevó a pensar en todas esas personas que en el pasado -cuando las maravillas de la tecnología no eran ni por asomo imaginables- que tenían que copiar las obras maestras de genios como Monteverdi, Bach, Haydn, Schubert, Schumann por nombrar tan solo a unos pocos de ellos. En resumidas cuentas, decidí regalar la copia manuscrita del primer movimiento de este Cuarteto n.º 8 a una muy buena amiga mía. Yo esperaba que cuando mi amiga desenvolviera el regalo y viera la partitura, ella sería consciente de todo el arduo trabajo que había detrás, no solo mi trabajo, sino el trabajo de quien originalmente la compuso: todos esos sentimientos -Shostakovich escribió esta obra en 1960 como testamento-, toda esa agitación y momentos de convulsión social y vicisitudes de la vida. Sin embargo, para mi decepción, cuando lo abrió, mi amiga simplemente dijo algo así como: “¿Qué puedo hacer con esto? No sé leer música. Creo que lo puedo enmarcar y colgarlo en la pared. ¡Resulta bonito!” Bueno, la perdono… A veces uno no puede apreciar las cosas que ignora.
"Niños en armonía", programa de la Fundación para la Música Clasica de Indonesia.
¡Ahora vayamos con Ananda Sukarlan! Si difícil es transcribir una partitura, ¡cuánto más será crearla uno mismo! Pues bien, eso es lo que hace el maestro Ananda Sukarlan. Ananda es muy conocido como pianista e intérprete de música del siglo XX. Sin embargo, su pasión es la composición. De hecho, el se considera más compositor que intérprete. Pero la razón por la que escribo sobre él aquí es por su visión. Ananda tuvo la fantástica idea de crear una fundación para la música clásica (http://musik-sastra.com/profile) en Yacarta, Indonesia, lo cual es de destacar si tenemos en cuenta que Indonesia es un país donde la música clásica -la denomino música clásica porque parece que ese el término por el que la mayoría de la gente la conoce, pero prefiero el término que el profesor Robert Greenberg utiliza en su curso sobre cómo escuchar y comprender la gran música: “música de concierto occidental”, así que emplearé esta denominación a partir de ahora- no muy apreciada, principalmente porque la música de concierto occidental es mayoritariamente europea. ¿Por qué les iba a gustar a los indonesios si ya tienen su propia música y cultura, y muy ricas, por cierto? Bien, Ananda tuvo la genial idea de utilizar en Indonesia la música de concierto occidental para enseñar a los niños, a los niños marginados, a los niños discapacitados. El objetivo es dar a esos niños una educación independientemente de que luego terminen siendo músicos o no. Ananda entiende que la música es un vehículo para enseñarles a vivir y ser felices en la vida. La música es una mera excusa… una gran excusa, debo decir.
Actualmente, Ananda está componiendo una ópera en la que intenta combinar la tradición musical occidental con la tradición musical indonesia. Ni me imagino la cantidad de trabajo que se necesita para hacerlo y tener éxito. Por eso, quisiera hacer un llamamiento a ti, querido lector. Si estás en Indonesia o en cualquier otra parte del mundo, echa un vistazo a las actividades de la Fundación para la Música Clásica de Indonesia. ¿Te acuerdas de lo que dije antes acerca del regalo que le hice a mi amiga, aquella transcripción de mi puño y letra del primer movimiento del Cuarteto n.º 8 de Shostakovich? Se trataba de una metáfora. La apreciación llega por medio del conocimiento. Confío en que la gente vea en los esfuerzos de Ananda Sukarlan algo más que un resultado estético que uno puede colgar en la pared. De lo que realmente se trata es de la educación y de vivir vidas más felices.
Hoy profundizamos un poco más en el debate de la serie Cómo lograr que los niños se interesen por la música de concierto. Para leer los anteriores artículos sobre este mismo asunto: Parte I, Parte II, Parte III y Parte IV.
A continuación la traducción del artículo de Robert Greenberg. El original en inglés se puede leer AQUÍ.
La sugerencia número uno para lograr que nuestros pequeños se interesen por la música: poner música variada en casa y en el coche.
Como si ustedes necesitaran que se lo dijera.
Si dejamos la selección musical enteramente en manos de los niños, esta será Raffi y Miley Cyrus hasta que tengan diez años y después cualquier música que elijan poner a tope en la intimidad de sus auriculares hasta que se marchen de casa a los 18 (si es que alguna vez lo hacen).
A nosotros, los adultos, nos incumbe compartir una variedad de música, tanto en casa como en el coche (sí, esto requerirá algunas serias negociaciones, pero se puede hacer). Creo que esa variedad es la clave; que cualquier cosa que insistamos en poner represente la variedad de música de concierto, del mundo, folclore, jazz o rock.
A la par que escuchar una VARIEDAD de música JUNTOS, aquí también hay otros asuntos que destacar. Uno tiene que ver con la variedad sin subjetividad y el otro tiene que ver con que los padres den ejemplo.
Evitar la subjetividad. Si nosotros – como adultos – evitamos ser subjetivos sobre la música que elegimos poner, nuestros hijos tendrán la oportunidad de no desarrollar prejuicios iniciales contra ciertos tipos de música. Por ejemplo, si a una niña de 10 años le digo que la música de Johann Sebastian Bach es la mejor del planeta y esta niña de 10 años sabe de HECHO que la música de Demi Lovato y Beyoncé es con diferencia la mejor del planeta, bueno, entonces… ¡Houston, ya tenemos un problema! Pero si podemos evitar superlativos y comparaciones y nos ajustamos al programa, que es el de la exposición a la música, tendremos más oportunidades de poner una variedad de cosas en la casa mientras que evitamos esas corrosivas conversaciones que dividen. (Sí, por supuesto, la música de Johann Sebastian Bach es, lo miremos por donde lo miremos, mejor que la de Demi Lovato. Pero ese es un juicio al que la niña de 10 años debe llegar por sí misma una vez que haya acumulado la sabiduría y experiencia vital suficientes para hacerlo por sí misma. Sin embargo, sin esa exposición a la música de Bach en algún momento u otro, ella no será capaz de hacer ese juicio.)
Que los padres den ejemplo. Es una verdad de perogrullo que los niños leerán si nosotros les leemos en voz alta y si nos ven leer. Los libros en una casa (o al menos Kindles en todos los rincones) alimentan el respeto por la palabra escrita. El equivalente musical es que los niños escucharán música si se les pone y si los propios padres escuchan música. Puede que los niños no estén locos por la música que los adultos escuchan en sus vidas, pero si escuchamos una variedad de música juntos, creo que irremediablemente llegarán a apreciar esa variedad a la par que su música “generacional”. Recuerden que estamos invirtiendo en el futuro. Exposición primero, apreciación más tarde.